El origen de las campañas «sucias» modernas, hay que encontrarlo en la campaña presidencial norteamericana de 1828, los demócratas, partidarios de Andrew Jackson, y los republicanos, partidarios de John Quincy Adams (ambos en bandos irreconciliables) comenzaron a difamar duramente al adversario. Su rivalidad se convirtió en odio, que dio paso a una auténtica batalla campal de difamación, mentira, y libelo.
Casi doscientos años después, el uso y abuso de lo negativo y lo sucio en la comunicación política sigue creciendo. Aunque no son lo mismo unas que otras. Ambas buscan debilitar al adversario, pero con estrategias, medios y estilos muy diferentes. Las campañas negativas resaltan y amplifican errores, crean dudas sobre las capacidades del contrincante y, sobre todo, le confrontan con su autenticidad y honestidad, y con las supuestas contradicciones entre lo que piensa, dice y hace. Ahora o en el pasado.
El objetivo es responsabilizar, advertir al elector del tremendo error que significaría votar a alguien que esconde parte de su identidad o reniega ocultando, distorsionando, camuflando o maquillando la que ha sido su trayectoria. Se trata de culpabilizar al elector si decide votar a un candidato que parece una cosa pero que en realidad es otra.
Las campañas negativas siembran dudas. Y provocan la frustración de los posibles electores, a los que se les descubre la impostura de su candidato preferido. Se produce una ruptura emocional. Y se debilita, hasta el punto de cambiar de preferencia, la conexión entre el candidato y su potencial votante.
Estas campañas intentan descubrir al auténtico candidato que se protege tras el marketing electoral o la publicidad política. Es un proceso de desenmascaramiento y de denuncia ante lo que, supuestamente, podría ser un fraude, una mentira, un engaño. Estas estrategias no ocultan al que denuncia, aunque muchas veces no adquieren la notoriedad del opositor político y son mucho más eficaces en tanto que la «verdad» es revelada por algún protagonista, no necesariamente político, al que no se le puede acusar de interés, premeditación o inquina.
Las campañas sucias, más que apartar, desbancar o descarrilar a un adversario, buscan destruirlo personalmente y, como consecuencia, políticamente. Mientras que en las negativas es la verdad la que se revela, en las sucias es la mentira, el libelo o, cuando no, es el delito contra la intimidad, la propiedad o la imagen personal lo que se utiliza.
No importan los medios, solo se persigue el fin. Y para ello se escarba en la vida privada con medios ilegales o amorales hasta conseguir fragmentos de realidad que puedan ser utilizados para construir un relato falso, pero altamente destructivo, ya que la calumnia se fundamenta sobre trazos verosímiles a los que se despoja de contexto e interpretación. Así, las campañas sucias, más que descubrir lo oculto, construyen una realidad imaginada sobre la base de percepciones y apariencias a las que se fuerza hasta adquirir la naturaleza de prueba irrefutable o dato definitivo.
Además, si lo superficial o fragmentario no es suficiente para construir la historia premeditada y pensada en las cloacas de los equipos adversarios, no se duda en falsear, manipular e inventar datos, documentos y situaciones hasta que encajen en la calumnia diseñada. Se utilizan, especialmente, cuando el candidato a batir tiene una ventaja suficiente, imposible de recortar con estrategias positivas y negativas combinadas. Solo cabe la destrucción para frenar lo imparable. Las campañas sucias desafían lo ético y lo legal. Y suman, en muchas ocasiones, alianzas económicas y políticas, de sectores refractarios o abiertamente hostiles a la candidatura que es degradada. Estas estrategias se mueven en las sombras de la conspiración, se nutren de fondos ocultos, cuando no delictivos, y son ejecutadas por mercenarios y profesionales sin escrúpulos que reciben buena recompensa por ello. Así, estas maniobras no pueden ser atribuidas directamente al candidato que se beneficie de la desgracia ajena. Y, aunque no haya dudas sobre los hilos manejados y los intereses tramados, se evita, cínicamente, cualquier relación que comprometa o deje en evidencia la autoría intelectual de la fechoría material contratada o coadyuvada.
Pero a veces lo que se obtiene es justo lo contrario de lo que se perseguía. Las campañas sucias (y el beneficio que hipotéticamente causa sobre algunos de los candidatos, gracias a la lesión en la imagen pública del candidato atacado) a menudo actúan como un boomerang. Cuando esto sucede, el que tiró la piedra y escondió la mano, recibe un impacto imprevisto e indeseado en su propia cara del veneno lanzado. La serpiente acaba, muchas veces, mordiéndose a sí misma.
La política electoral corre el riesgo de sucumbir a la agresividad. Los estrategas, spins doctors y asesores, deben de obtener victorias, sí. Pero República Dominicana, y sus problemas, no se podrán superar desde las trincheras partidarias y los campos minados. La beligerancia debe tener límites: profesionales, éticos y legales. República Dominicana se juega su futuro y la cooperación entre partidos y entre las organizaciones sociales será clave para afrontar unidos los retos más importantes. Quien siembre odio, lodo y mentira, recogerá lo que se merece. Pero, además, lesionará la política democrática y la confianza de los ciudadanos en nuestros sistemas e instituciones.
Publicado en: Listindiario.com (República Dominicana, 20.03.2012)
Artículo de interés:
– El poder de la descalificación. Los candidatos confían en la propaganda negativa para lograr la victoria
(La campaña electoral en EE.UU.) (Marc Bassets, La Vanguardia, 26.02.2012)
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