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El debate como síntoma

Europa se ha construido sobre la base de las palabras, muchas veces —demasiadas— innecesarias, incomprensibles… pero, mientras se habla, no se mata. Europa es un proyecto político fundamentalmente, de palabras, de lenguas, de textos (discursos, debates, resoluciones, normas, tratados). Hablar para nunca más hacer la guerra. El 9 de mayo de 1950, en un importante discurso en el Salón del Reloj del Ministerio de Asuntos Exteriores francés del Quai d’Orsay, el ministro Robert Schuman propuso la creación de una Comunidad Europea del Carbón y del Acero de Europa. A esta comunidad se adhirieron Francia, Italia, los países del Benelux (Bélgica, Países Bajos y Luxemburgo) y Alemania Occidental, que firmaron el Tratado de París en 1951. La CECA dio origen a las primeras instituciones de una Europa unida, como la Alta Autoridad (hoy la Comisión Europea) y la Asamblea Común (ahora el Parlamento Europeo).

Solo habían pasado cinco años desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, el mayor conflicto bélico de la Historia, y el continente europeo se encontraba sumido en una gran devastación. Aquella Comunidad Europea fue un proyecto de paz, antes que nada. Un proyecto de construcción política en base a las palabras que nos unen, recosiendo la unidad con matices, comas, salvedades, atajos, laberintos y consensos acrobáticos. La jerga europea, se llama. Y directrices, su resultado. Pero sin ella, no habría Europa. Por eso decimos que «hay que hablar de Europa». Esa es su naturaleza política básica: el diálogo permanente, aunque sea redundante, cacofónico, incomprensible. Por eso seguimos escribiendo y publicando «Manifiestos por Europa».

«La conversación debería ser una asignatura» afirma el sabio y erudito Jorge Wagensberg. Y los debates deberían ser los exámenes, opinamos muchas personas. Esta cultura del debate y la argumentación oral es un déficit crónico y crítico de nuestro sistema educativo. Y de nuestra cultura política. De ahí que hayamos transformado, casi siempre, la conversación argumentada en tertulias ruidosas e insoportables; y los debates parlamentarios, en monólogos onanistas.

La polémica política sobre el formato del debate electoral, que los dos principales candidatos de las elecciones europeas deberán celebrar —previsiblemente— el próximo martes, es un síntoma, también, del deterioro de la palabra. Del deterioro de la política. No contribuye, creo, a movilizar a un electorado que muestra alarmantes signos de cansancio y desinterés (en forma de previsible abstención); dudas profundas (representadas en importante número de indecisos); y desafectos preocupantes (como indican las cifras de ciudadanos que ya consideran —incomprensiblemente— que Europa es peor opción que la autarquía nacional).

Esta campaña electoral que decidirá el futuro de los próximos cinco años está anclada, paradójicamente, en el debate sobre el pasado, sus herencias y sus huellas. Es un debate sobre legitimidades: ¿Quién puede hablar del futuro? ¿Quién tiene autoridad para hacerlo? Es posible que el debate televisivo, si se produce, sea un ajuste de cuentas. Que los reproches sustituyan a las propuestas. Parece que el PP ha conseguido imponer el marco mental temporal (pasado-presente-futuro) y con ello dificulta —y mucho— el margen de maniobra estratégico del PSOE, aunque le permite situar las elecciones como un referendo sobre el mismo Rajoy. ¿Ganará quien haga recordar más a los electores y culpabilizar al adversario de los errores (o los costes) del pasado más o menos inmediato?

El debate debería permitir, también, decir la verdad a nuestros conciudadanos sobre la condicionalidad de nuestra limitada soberanía nacional. Y explicar hasta qué punto dependemos y nos sometemos —de voluntad u obligados— a nuestros compromisos europeos. Hagamos un debate serio y en serio, por favor. Europa, y nuestro futuro, se lo merecen.

PD: Recupero un fragmento de una entrevista extraordinaria del que fuera, entonces, corresponsal de prensa en Berlín, Marc Bassets, a Yuri Andrujovich, escritor ucraniano, en 2005. Un autor del que releo estos días su brillante libro Mi Europa, escrito junto a Andrzej Stasiuk:
P: «Por suerte, no me puedo liberar del influjo» del pasado, escribe. ¿Por qué «por suerte»?
R: El hombre, o mejor dicho: yo mismo tengo muchos recuerdos. Los recuerdos son un material para la creación. Sin recuerdos, sin memoria, el hombre es más pobre, más primitivo, poco interesante. Ambas antípodas, el futuro y el pasado, crean un vínculo con la personalidad. La esperanza tiene que ver con el futuro y el recuerdo con el pasado. Sin estos dos valores, el hombre quizá es infeliz, no está lleno, es más pobre.

Publicado en: El País (10.05.2014)(blog ‘Micropolítica’)
Fotografía: Hadija para Unsplash

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