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Las cosas, por su nombre

Los romanos creían que el nombre determinaba el destino de las personas. Repetían: «nomen es omen», que significa el nombre es destino. Tiempo después, el fundador de la psicología analítica, Carl Jung, complejizaba esta misma idea: «Uno se ve en apuros para determinar cómo ha de interpretarse el fenómeno que Wilhelm Stekel denomina la compulsión del nombre. Se trata de una, en parte, grotesca coincidencia entre el apellido y las peculiaridades o la profesión de un hombre». Jung ejemplificaba con quienes eran entonces sus colegas: Freud —que significa alegría en alemán— defendía el principio del placer; Adler —que significa águila— hablaba de la voluntad de poder; y él mismo —Jung significa joven— trataba la idea del renacimiento. Curiosidades que le llevaron a pensar en la predestinación que esconde el nombre.

En la década de los noventa, la revista británica New Scientist daba forma a lo que se conoce como la teoría del Nominative Determinism (el determinismo nominativo). Aseguraban que el nombre de una persona cumple un rol significativo a la hora de determinar los aspectos importantes de la vida. ¿Tiene el nombre un aspecto premonitorio? ¿Será eso lo que nos hace comprar libros y dedicar horas y horas a la elección de un nombre? ¿Somos lo que nos denomina, lo que nombramos?

En el mundo de la empresa, a esto de ponerle nombre a las cosas se lo conoce como naming y se ha convertido en una disciplina dentro del marketing y, como tal, también en un oficio, el de nombrador. Hay personas que se dedican exclusivamente a buscar los nombres más adecuados para una empresa, marca o producto. El español Fernando Beltrán es uno de ellos. En su libro El Nombre de las Cosas. Cuando el nombre marca la diferencia explica: «el nombrador exprime, estruja, sintetiza al máximo el variopinto conjunto de mandatos o misiones corporativas hasta configurar su esencia en una sola palabra-cimiento o palabra-base que sostenga, estructure, exprese o evoque una identidad sólida, una imagen concreta, una reputación deseada».
El nombre de una empresa, marca o producto tiene que representar la identidad de esa empresa, marca o producto. Tiene que estar perfectamente alineado con sus valores y atributos, tiene que ser su perfecta representación verbal. Por ello, el naming implica un análisis detallado de lo que hay que nombrar. Conocer primero, para nombrar después. Algo similar se preguntaba el filósofo Martin Heidegger: «¿Cómo puede el que busca, dar nombre a lo que busca todavía?».

Dentro del naming, hay diversos métodos para escoger un nombre, ciertos pasos a seguir, procedimientos para alentar el proceso creativo y para encontrar el más adecuado. Y, también, existe una serie de consejos, una especie de reglas que tiene que cumplir un buen nombre.  Algunas de estas reglas serían: Tiene que ser significativo y sugerente, pero, a su vez, conciso. Tiene que poder perdurar en el tiempo y ser fácil de memorizar. Tiene que ser fácil de pronunciar y tiene que tener una sonoridad agradable (ser eufónico). Tiene que ser flexible y no tener connotaciones negativas en otros idiomas. Y, por último, probablemente, la más importante: tiene que ser diferente.

Un nombre para una marca no tiene que figurar en el registro de patentes nacional (ni en el de los países en los que desea operar) y, desde hace algunos años, es fundamental que el dominio de Internet esté disponible. El nombre de una marca tiene que ser completamente original, tiene que ser un elemento diferenciador, no puede siquiera parecerse mínimamente al de alguno de su competencia. Sucede que las marcas tienen un fuerte carácter relativo, están, en buena medida, determinadas por su contexto, por su competencia.

¿Y en política? ¿Cómo se elige el nombre de un partido político? El naming, como disciplina, también se ha hecho un lugar en la política. Y esto se debe, en buena medida, al desgaste de los nombres ortodoxos. La gente, en las encuestas, dice no confiar más en los partidos políticos. El término y concepto «partido» ha retrocedido en términos de atractivo frente a la diversa variedad de otros nuevos nombres.  Actualmente, parece que todas las ofertas políticas emergentes recelan de la marca «partido» (aunque lo sean). Son conscientes de que la demanda social empieza a cuestionar la exclusiva ecuación «política = partido» y buscan estéticas y escenificaciones de nuevas liturgias.

Surgen, entonces, nuevas denominaciones. Nombres con palabras que aluden a fenómenos modernos, como plataforma o red. Nombres inclusivos, como foro. Nombres representados por verbos de acción y, siempre, en primera persona del plural. Son nuevas denominaciones para nuevos partidos políticos.

Un caso de este nuevo tipo de nombres es el del partido español Podemos. Podemos es un verbo, declinado en presente y plural. Personaliza. El protagonismo no es la organización, sino las personas. El «nosotros», heredero colectivo del protagonismo ciudadano que acompañó las movilizaciones del 15M en España. Según revelan las últimas encuestas de intención de voto, Podemos se ha convertido en la segunda fuerza política a nivel nacional. Los partidos tradicionales, Partido Popular (PP) y el Partido Socialista Obrero Español (PSOE), no hacen más que bajar en puntos en las encuestas, mientras ‘crecen’ los nuevos nombres.

En su permanente búsqueda por la diferenciación política, Podemos reinventa —o lo intenta— el lenguaje político. Empezando por su propio nombre. Podemos es un verbo, declinado en presente y plural. Personaliza. El protagonismo no es la organización, sino las personas. El «nosotros», heredero colectivo del protagonismo ciudadano del «sí se puede», de las banderas del #15M. El logotipo electoral fue un rostro en stencil (tan grafitero como artivista). Los afiliados son inscritos. Las ruedas de prensa, ruedas de masas. Las agrupaciones son círculos. Las asambleas, una plaza digital. Las sedes, redes. Y así todo. Una identidad que se construye, fundamentalmente, marcando las diferencias en las estéticas y en las prácticas. Todo ello no exento, tampoco, de posibles contradicciones entre lo que se dice y se hace. Pero Podemos ha hecho del nombre y de los nombres su mejor estrategia política.

Otra denominación que refleja este nuevo paradigma es el de UNIDOS, el frente de agrupaciones progresistas que se presentó el pasado jueves. Unido es el participio del verbo unir… estamos unidos. Es un nombre que transmite la identidad del frente. Son 15 grupos que, aunque en esencia son diversos, están UNIDOS por una causa. Este nombre tiene tres virtudes: primera persona del plural (un sujeto colectivo); una buena declinación política (UNIDOS por, para, con, hacia…); y una idea de acción (la acción de unirse, de reunirse). Los nombres, también en política, se convierten en el valor intangible e inmaterial más importante de un proyecto político.

El naming en política es todavía más complejo. Los nombres de los partidos políticos tienen que representar la identidad de las organizaciones y ser diferentes al del resto de partidos y movimientos políticos. Hasta ahora, igual que en el naming corporativo. Pero lo singular es que el naming en política tiene que representar no sólo a la organización, sino que también debe generar un proceso de identificación con los ciudadanos a los que pretende representar. Es una identificación doble, con la organización y con la ciudadanía. Todo un reto.

No son sólo nombres bonitos, no es un aggiornamiento estético o un intento desesperado por huir de las palabras ya de sobra conocidas y desgastadas. El naming en política ha traído nuevos símbolos, fundamentales para definir a nuevas identificaciones. Y como bien dijo el filósofo alemán Walter Benjamin: «El nombre es la esencia más interior del lenguaje». El nombre construye el significado primario y es la puerta de entrada a un nuevo significante, es su primera impresión. Los nombres dicen mucho más de lo que creemos. Por sus nombres le conoceréis.

Publicado en: El Telégrafo (Ecuador) (28.09.2014)

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