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¿Colaborar con quien desprecias?

Las razones por las que cada vez parece más difícil la colaboración política entre el PSOE y las fuerzas del ecosistema alrededor de Podemos son múltiples. Y complejas. Entre ellas, destacan cálculos tácticos, recelos personales y miedos estratégicos. La competición ha ocupado, en las mentes de sus dirigentes, el espacio de la colaboración. La desconfianza ―cuando no el desprecio abierto― impide lealtades críticas, cooperaciones exigentes y alianzas responsables. A ello hay que añadir una legítima ―pero extenuante― lucha por la hegemonía en el espacio progresista.

Entre los análisis que explicarían esta situación abundan los que describen el factor humano, en la creación de marcos de seguridad compartidos, como muy determinante en este proceso de negociación y aproximación. Es decir, los que ponen el acento en las relaciones personales ―confiadas o desconfiadas― entre sus máximos dirigentes. Entre Iglesias y Sánchez. Y, también, aquellos que ahondan en las diferencias formales, entre Pablo y Pedro. Pero hay mucho más. Los reproches mutuos sobre la responsabilidad de la más que previsible repetición electoral están agudizando las diferencias estratégicas de fondo. Y son profundas.

Pero hay un aspecto que, a mi juicio, está pasando desapercibido o poco analizado. ¿Se puede colaborar con alguien a quien desprecias? Entre la socialdemocracia y los comunes hay mucho de lo que aprender (apreciarse), pero la competición está enquistando la apertura a las ideas, alimentando las trincheras. Sin reconocimiento mutuo no hay posibilidad de aprender, ni de cambiar. Ni seguramente, de gobernar. Lamentablemente, entre estos dos espacios de progreso no aumentan las dudas, sino que crecen los prejuicios y los apriorismos. Paradójicamente, en el espacio progresista, las actitudes conservadoras (miedo a cambiar por la colaboración o la cooperación, miedo a salir de la zona de confort) están desplazando la necesaria y estimulante capacidad de escucha al otro, como parte insustituible de la renovación propia. El prejuicio y el sectarismo están encontrando un terreno fértil. Malos presagios.

Los retos que plantea la emergencia de nuevos actores políticos en el espacio progresista reclaman mucha más modestia y más atención. El 15M, del que en unas semanas vamos a celebrar su quinto aniversario, ha sido una eclosión de nuevos conceptos y nuevos protagonismos (políticos, sociales, económicos y mediáticos) que ha evidenciado la esclerosis parcial de las prácticas reformadoras. Emergieron, en parte, por el fracaso parcial de unas políticas y unas prácticas que se adaptaron demasiado dócilmente a las ecuaciones estructurales que querían resolver con cambios reformadores. El reproche está asegurado. Pero mantenerse en él será nefasto. Negar la responsabilidad por omisión o relajación, también.

La política redistributiva no es suficiente, obviamente. Se reclaman, de nuevo y una vez más, políticas predistributivas que incidan en las reglas del juego, no simplemente en las medidas paliativas. Producir equidad es más profundo que repartir justicia. Y más barato. Y seguramente más sostenible. Este es en parte el quid de la cuestión. ¿Actuar sobre el chasis o sobre el motor? Es un debate que bien merece la cooperación crítica.

Pero volvamos al aprendizaje mutuo. Más allá de la lucha táctica ―y cainita― entre las fuerzas progresistas, hay un debate que se soslaya sobre los puntos de conexión, de transición y de evolución entre sus prácticas políticas.También los de ruptura, claro. No reconocerse en el otro es un grave error, creo. Hay mucho de lo que aprender, desaprender y reaprender. Todos. Todas. Pero, para ello, hay que colgar en el perchero del vestíbulo el adanismo y el desprecio, o la superioridad moral o histórica. Con estos ropajes nadie puede compartir mesa.

Publicado en: El País (17.04.2016)(blog ‘Micropolítica’)
Fotografía: Ave Calvar para Unsplash

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