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La política ebria

La política democrática española ha vivido esta semana uno de sus momentos más críticos, coincidiendo con la peor de las percepciones públicas por parte de la ciudadanía respecto a los políticos, los partidos y las instituciones. Además de los durísimos recortes que el presidente Mariano Rajoy anunció el miércoles en el Congreso, y cuando parecía que ya no podía ir peor, un nuevo episodio de hooliganismo político ha culminado un deterioro formal de las prácticas parlamentarias que desacreditan a quienes las vulneran, pero también a quienes las toleran y al conjunto de las instituciones democráticas. Las formas son fondo.

El ministro de Asuntos Exteriores, por ejemplo, ha destituido al embajador de España en Polonia, Francisco Fernández Fábregas. Durante una cena de gala ofrecida en la residencia oficial, una cámara de televisión grabó la expresión «¡Vamos, a dar por saco a los franceses!», frase pronunciada por un eufórico y excitado Fernández, que vestía una camiseta, como un aficionado más. El paralelismo con lo sucedido en el Congreso es más que evidente, pero su desenlace no se parece en nada.

La política parece ebria. El exceso de pasión ciega la razón, confunde el juicio y provoca graves daños a la credibilidad de la política. Ebrios de poder, jaleados y crecidos, o con pérdida evidente de autocontrol, mesura o sensibilidad, los aplausos de la bancada popular a las medidas presentadas por Rajoy son injustificables. Ni como ánimo y reconocimiento al «coraje» del presidente. Hacer lo que le exigen o han acordado no es coraje, es sumisión o pacto. Sáenz de Santamaría, tras el Consejo de Ministros presidido por el Rey, explicó que los aplausos se debieron a la «decisión valiente» que acababa de asumir.

Pero los impropios aplausos dieron paso a los inaceptables insultos. Andrea Fabra, diputada estrella del PP, en vez de asumir culpa alguna, ha asegurado, como si fuera un atenuante, que el «que se jodan» no iba por los parados, sino a los diputados de la oposición. El bucle de testosterona se ha cerrado cuando, además, el Grupo Popular ha arropado a su parlamentaria y pasado al contraataque, haciendo al PSOE responsable del exabrupto de Fabra al acusar a sus representantes de provocadores previos. Así, la respuesta de la diputada sería algo parecido a una «legítima defensa», o más primitivo y básico —como en la Ley del Talión— un «ojo por ojo». En este caso, insulto por insulto. Y en una pirueta imposible: de agresora a víctima. «Campaña insidiosa y de manipulación», han llegado a afirmar sus defensores. «Me siento dolida e indignada con el PSOE por manipular y tergiversar usando un drama que afecta a más de cinco millones de personas», ha asegurado Fabra.

En el deporte, siempre tan socorrido para las metáforas políticas, cuando un jugador tiene un comportamiento antideportivo, es advertido. Si comete falta, se le sanciona. Si la infracción es grave, se le amonesta con una tarjeta amarilla. Y si es intolerable, se le expulsa. Pero ya sabemos que las conductas agresivas y antideportivas, son responsabilidad de quien las practica, pero que la tolerancia del entrenador —cuando no su estímulo directo—, o la cobertura fiel, ciega, acrítica a «uno de los nuestros» del banquillo, no contribuye de ninguna manera a erradicar la violencia, los insultos, o las prácticas antideportivas. Los hooligans se sienten protegidos por la masa… y por los que, pudiendo, no les frenan.

El portavoz del Grupo Popular, Alfonso Alonso, en vez de justificar a su diputada debería dar ejemplo y actuar, sancionándola duramente. Y el presidente del Congreso, Jesús Posada, una vez que Fabra ha reconocido el insulto, debería actuar de oficio ya que el Reglamento del Congreso (artículos 102, 103 y 104) es inequívoco respecto a este tipo de prácticas. Como ya sucediera a un pionero del hoologanismo, Vicente Martínez Pujalte, del PP, que fue en el 2006 el primer diputado expulsado del pleno del Congreso en la actual etapa democrática.

¿Y Rajoy? ¿Tiene autoridad Rajoy para forzar un castigo ejemplar para Andrea Fabra? Si la tiene y no la utiliza, será cómplice. Y si no la tiene, está «intervenido», como nuestra economía, por la pulsión vengativa y agresiva de la derecha extrema que es parte de su suelo electoral y que se sienta en el mismísimo Congreso. Quien va a quedar peor, en todo este despropósito, es el presidente.

La política democrática debería aprovechar cada oportunidad, aunque sea tan lamentable como la sucedida, para enviar a la sociedad mensajes claros. La ciudadanía les pide que se avergüencen. Que se retracten. Que se arrepientan. Que se disculpen. Si no lo hacen, acabará por pedirles «que se vayan». El principio del fin. Triste y dramática semana.

Publicado en: El Periódico de Catalunya (15.07.2012)

Fotografía: Tim Mossholder para Unsplash

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164 COMENTARIOS

  1. No harán nada, tienen mayoría absoluta y se creen legitimados por el «pueblo». A pesar de que el porcentaje de votos, en términos generales, no corresponde ni al 30% de la población. Pero ya hemos visto que las matemáticas no son su fuerte. Ni la educación. Está visto que los colegios privados no dan la buena educación que se les suponía. Además, se sienten protegidos por el sistema judicial. Esos jueces, presuntamente independientes, no han condenado un solo caso de corrupción.
    Y están acorralando al enemigo, que es lo que más les gusta hacer. Anular la disidencia y la discrepancia. Peligroso.

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