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Presidentes con pancarta

La mayoría de las manifestaciones se hacen contra los presidentes. Casi nunca a su favor. Excepcionalmente, estos las convocan y son contadas las ocasiones en las que participan. Los presidentes gobiernan, ese es el espacio natural de su capacidad política delegada. El hecho de que su presencia, o el debate sobre su conveniencia, sea extraordinaria obliga a reflexionar serenamente sobre la naturaleza política del gesto, sus consecuencias y condiciones.

Lo primero que se debe afirmar es que muchos presidentes participan en formatos públicos en los que su cualidad presidencial (y su protocolo) se suma, se funde, se integra —con naturalidad— con la mayoría de la ciudadanía que ha sido convocada. Hablamos de concentraciones contra la violencia (terrorista o de género), por ejemplo, de minutos de silencio o de actos institucionales como desfiles u ofrendas, entre otros muchos.

Pero las pancartas, ¡ay las pancartas!, son otra cosa. Las preguntas se multiplican y las respuestas no son tan simples, ni parecen tan aceptables las soluciones, como en los supuestos anteriores. Una pancarta reúne cuatro elementos que hacen muy singular y delicada la participación y posición de un presidente tras ella: el lema, los símbolos (de los convocantes u otros), el resto de personas que la sostienen y la configuración de la manifestación que la sigue.
Es evidente que, en estos casos, un presidente tiene tres opciones: diluirse entre los manifestantes (siendo uno más); ver pasar la pancarta y la marcha (siendo un espectador, aunque sea privilegiadamente, como por ejemplo desde un balcón institucional), o sumarse a ella (y, entonces, ser su principal activo). Y, si lo hace, su posición debe ser central, visual y políticamente. Este escenario, por coherencia icónica, compromete al presidente con el lema, la convocatoria y la marcha. No hay escapatoria.

El debate sobre la manifestación del próximo Onze de Setembre, convocada por la Assemblea Nacional Catalana (ACN) con el lema Catalunya, nou Estat d’Europa, abría, además, otras variables. El presidente del Govern lo es también de la Generalitat. El artículo 67 del Estatut es clarísimo: «El presidente o presidenta tiene la más alta representación de la Generalitat y dirige la acción del Gobierno. También tiene la representación ordinaria del Estado en Catalunya».

En este marco, si Artur Mas hubiera decidido ir a la manifestación solo podía hacerlo en su condición de president de la Generalitat (que nos representa a todos), ya que como presidente del Govern lo haría solo en representación de sus electores, extremo imposible en su doble e inseparable condición de representante de la institución y del Ejecutivo.
Evidentemente, las opciones de asistir a título personal o como presidente de una coalición electoral eran extemporáneas, forzadas, y su rizo icónico habría rozado el ridículo, la cobardía o lo inexplicable. Con su asistencia, habría asumido, de facto, que la convocaba, que estaba de acuerdo con su lema, que aceptaba su composición y compartir el protagonismo con el resto de portadores de la pancarta. Y este es el punto medular. No se trata de si podía, debía, convenía, si era oportuno o no tras pedir al Gobierno central un rescate de 5.023 millones de euros… La cuestión central es que, si iba, la pancarta era suya. Y con su protagonismo condicionaba y anclaba su presidencia en una parte —por significativa que sea— de la ciudadanía de Catalunya. Entiendo que algunas de estas reflexiones deben haber sido consideradas en su decisión final.

Recuerdo perfectamente la que creo es la única vez que el president Jordi Pujol cogió una pancarta. Era julio de 1995. Se trataba de un hecho excepcional: mostrar el rechazo a la masacre de Sarajevo, en la lejana y cercana guerra de Bosnia-Herzegovina. Aquel día, excepcionalmente, Pujol y Pasqual Maragall desfilaron juntos con José María Mendiluce, alto representante del ACNUR para la antigua Yugoslavia por aquel entonces, y diversos líderes políticos. Fue un momento único, quizá irrepetible. No tengo ninguna duda de que el president representaba, en aquel momento, a todos los catalanes, fuera el que fuera el número de participantes en aquella convocatoria.

Quince años más tarde vimos, de nuevo, a Pujol y Maragall juntos en una manifestación, esta vez al lado del president José Montilla y de los presidentes del Parlament de Catalunya para abrir la masiva y contundente respuesta ciudadana a la sentencia del Tribunal Constitucional que recortaba el Estatut de autonomía aprobado por el Parlament y refrendado por el pueblo de Catalunya. Los presidentes no iban detrás de una pancarta, sino de una senyera, que no es lo mismo.

En manos de Artur Mas estaba ahora tomar una decisión que no solo le comprometía a él, sino a todos los catalanes. Saber el porqué de esa decisión final o sus alternativas, poder explicarla y justificarla, es —casi siempre— más importante que el hecho en sí mismo (asistir o no asistir). Mas tenía la palabra, antes que tomar la pancarta. Le hubiéramos escuchado y debería habernos convencido, sumando, si creía que su lugar estaba en la manifestación. De momento no sabemos si quería y no podía o no debía. O al contrario. Una presidencia son sus silencios y sus palabras. Habrá que esperar.

Publicado en: El Periódico de Catalunya (29.08.2012)(versión .PDF)

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