El protocolo es un reflejo del poder: lo representa, lo recrea, lo escenifica. Y, en consecuencia, es un hecho de naturaleza política. Las batallas protocolarias institucionales casi nunca son —estrictamente— normativas (aunque haya leyes y reglamentos que las regulen). Lo relevante no es simplemente quién tiene razón, sino quién y cómo gestiona el desacuerdo, sea en forma de ruptura o de excepción.
Los recientes conflictos protocolarios entre el president de la Generalitat de Catalunya y el presidente del Gobierno de España son políticos, no técnicos. Y, aunque «técnicamente» puedan ser resueltos en un sentido u otro, lo que es cierto es que lo significativo es la interpretación política de la norma, y sus consecuencias en forma de afectos o agravios. Hablemos claro. Estos episodios son inseparables del largo pulso institucional y político que los dos presidentes −y sus gobiernos− mantienen en relación con la cuestión catalana, o la causa catalana (según desde que ángulo se analice). El conflicto protocolario es la punta del iceberg de otro tipo de problemas.
Habitualmente, el protocolo resuelve las diferencias formales con normas estrictas y con el buen hacer de los profesionales de las relaciones institucionales, que hacen un trabajo tan discreto como eficaz. Pero cuando las diferencias son de fondo es, precisamente, cuando alterar el protocolo puede tener una gran transcendencia política y un valor central en los conflictos institucionales.
La vicepresidenta Soraya Sáenz de Santamaría afirmó: «A los profesionales que saben de esto les dejo trabajar». Y no le falta razón. Pero ellos no hacen política, aunque la escenifiquen y —casi— la sublimen. Es precisamente Sáenz de Santamaría, por su cargo, quien mejor puede calibrar la importancia benefactora de una interpretación amable, sutil o flexible de las normas (que, a veces, puede proporcionar más beneficios que inconvenientes). El protocolo exhibe, pero también exige responsabilidad, mesura e inteligencia. Y entre abrir puentes o cerrar puertas, el protocolo nunca puede —ni debe— ser una excusa conveniente (y cómoda) para una decisión política. No hay un problema técnico, sino político. No nos engañemos. En política, «las formas son fondo» decía el político mexicano Jesús Reyes Heroles.
El president Artur Mas conoce, muy bien, la importancia simbólica en la construcción del poder y su legitimidad. Y el protocolo es, casi siempre, un instrumento para ello. También es una oportunidad para mostrar registros políticos más profundos y transformadores. Una silla vacía es una poderosa imagen, no exenta de lecturas equívocas o, probablemente, intencionadas. Un presidente presente, que no habla cuando cree que debe hacerlo (en último lugar), «porque el protocolo se lo impide», hubiera sido —tal vez— mucho más incómodo (y efectivo) que el notorio plantón. Como también lo hubiera sido un medido y contundente discurso pedagógico. La dignidad, a veces, se defiende con gestos, sí. Pero la política se hace con palabras. Y la cuestión catalana necesita más política y menos gesticulación.
Quizá conviene recordar algo central de la cultura política catalana, propio de sus tradiciones y de sus normas estatutarias, por ejemplo: El President de la Generalitat es también el President de Catalunya (no solo de su Gobierno). Detalle singular y específico que todo el mundo debería no olvidar cuando se decide impedir que hable… o bien cuando este se ausenta.
No podemos vivir sin protocolo, pero, a veces, puede resultar conveniente saltárselo o moldearlo, si el objetivo lo vale. «Saltarse el protocolo» sigue siendo una de las grandes oportunidades para la comunicación y la iniciativa políticas. Cumplirlo a rajatabla casi nunca lo es. Las relaciones España-Catalunya se merecen algo más que una interpretación cerrada y taxativa de los programas institucionales o de sus normas. Y esto vale para todos, creo.
Mañana el president de la Generalitat, Artur Mas, acudirá brevemente al acto del Foro Económico del Mediterráneo Occidental, que se celebrará en el Palau de Pedralbes, solo para saludar y dar la bienvenida a sus participantes aunque, seguidamente, se ausentará para asistir a la sesión plenaria del Parlament de Catalunya. Dice el ministro de Asuntos Exteriores, José Manuel García-Margallo, que «el programa está cerrado». No es una excusa. Es un argumento. Y de peso: cerrado. Esta es la diferencia. Que no lo llamen protocolo cuando se trata de otra cosa. Mañana el protocolo ganará la batalla a la comunicación.
Publicado en: El País (22.10.2013)(blog Micropolítica)
Fotografía: Jonas Jacobsson para Unsplash