La rotunda afirmación de Mariano Rajoy, en relación a que la consulta no se realizará, («Quiero decirles con toda claridad que esa consulta no se va a celebrar, es inconstitucional y no se va a celebrar») era más que previsible. El Presidente lo ha dicho por activa y por pasiva, reiteradamente. Pero la segunda parte de su posicionamiento tiene otra naturaleza: «Choca con el fundamento de la Constitución, que es la indisoluble unidad de España. El Gobierno no puede negociar sobre algo que es propiedad de los españoles, la soberanía. A los españoles corresponde decir qué es España y cómo se organiza. Les garantizo que esta consulta no se celebrará. Eso está fuera de toda discusión ni negociación». Es decir, el Gobierno considera que no hay que hablar de lo que no se va realizar. Gran error, creo, por paradójico que parezca.
Es aquí, donde la supuesta firmeza de Rajoy empieza a agrietarse, políticamente. Renunciar a hablar de lo que todo el mundo habla, y de lo que se va hablar en los próximos meses, es una curiosa manera de inhibirse. Es una renuncia a la política por parte, precisamente, de su principal responsable gubernamental. Rajoy ya no controla un parte importante de este transcendental debate. Puede impedir legalmente que se produzca la consulta, puede no autorizarla, puede desacreditarla… pero no puede impedir que se hable de ella. En su mentalidad, hablar de lo que no se puede producir, es perder el tiempo. Pero, justamente, este debate reclama —antes que diálogo o negociación— opciones a las que se niega: la discusión, el contraste, la confrontación de modelos e ideas.
Hablar de lo que, quizá, no se haga es útil. Que no se haga no significa que no sea importante. Que la consulta se prohíba, no significa que no se desee. No se puede confundir problemas con soluciones. Hay soluciones que evitan los problemas, no los resuelven. Y otras que, precisamente, abordan la resolución como la fórmula más segura y estable de abordar un problema. Rajoy está escogiendo soluciones que, paradójicamente, pueden agravar los problemas.
En la obra cumbre de teatro del absurdo de Samuel Beckett, Esperando a Godot, el protagonismo se lo lleva un personaje que no aparece nunca, Godot, pero al que se refieren constante y repetidamente los dos vagabundos que, supuestamente, han quedado citados con él. Vladimir (también llamado «Didi») y Estragon («Gogo») se sitúan en un lugar junto a un camino, al lado de un árbol, para esperar la llegada de Godot. Nada sucede, salvo que su espera se convierte en tedio y parálisis. El final de la obra es sublime:
Vladimir: ¡Qué! ¿Nos vamos?
Estragon: Sí, vámonos.
(Pero no se mueven).
Esta es la encrucijada en la que está Mariano Rajoy. Como no quiere discutir… solo le queda esperar a que se produzcan hechos jurídica y políticamente objetables para actuar. Una espera inmóvil. Pero mientras, sucederán tres cosas: Primero, le crecerán los duros en su partido, en sus posibles aliados en el futuro y en el ecosistema mediático que le acompaña (y que siempre aspira a condicionarlo), para que actúe antes de tiempo; para que reaccione al desafío político con medidas jurídicas (como preámbulo de otras mucho más contundentes). Segundo, los partidarios del derecho a decidir seguirán moviéndose, ocupando espacio de la «agenda política» en España y en el mundo, y crearán realidades intangibles que son, muchas veces, lo más preciado en una sociedad, una organización (lo saben bien las empresas) o en la historia. Y tercero, renunciará al debate político («a la discusión») con un único argumento: la legalidad vigente.
Rajoy solo ve la consulta, punta visible del iceberg (que ocupa el 10 % de la masa helada). Pero debería preocuparse del 90 % sumergido, es decir, debería preocuparse por hablar, a fondo, de las relaciones Catalunya y España. Este es el tema. La pregunta encadenada de ayer presentada por Artur Mas quizá no sirve para su objetivo último. Pero sí que permite hacer política y llevar la iniciativa.
Beckett explica muy bien la épica, y el carácter transformador, de lo imposible: «Da igual. Prueba otra vez. Fracasa otra vez. Fracasa mejor». Para los racionalistas torpes, un fracaso es un fracaso. Fin de la cita. Para los proyectos políticos, un fracaso puede no ser el final. Rajoy podrá impedir la consulta. Pero no podrá impedir, sin argumentos y discusiones, que las preguntas avancen en la sociedad y en el ánimo de sus ciudadanos. Este es el reto. Hablar de lo importante.
Publicado en: El País (13.12.2013)(blog Micropolítica)
Fotografía: Annie Spratt para Unsplash