En el 2011, durante el acto de entrega de los premios Fundación CNSE, la princesa Letizia finalizaba su intervención utilizando la lengua de signos española (LSE), reconocida oficialmente desde el 2007. No fue un recurso protocolario, tan habitual en la política, con la intención de agradar al público de acogida utilizando su misma lengua. Fue una señal, una actitud, un ejemplo. Aunque fue una intervención breve, se preparó y lo hizo con sentido y compromiso. El hecho, que pasó desapercibido para la mayoría de la opinión pública, es una metáfora perfecta de los desafíos públicos e institucionales a los que se enfrenta la futura reina: hablará con signos y señales, más que con palabras. Una reina casi silente, pero muy presente. Una reina de liturgias y símbolos. Las formas, una vez más, serán fondo.
Letizia va a estar sometida, todavía más, a un escrutinio feroz que va a poner a prueba su temple y serenidad, y una voluntad férrea para controlar sus instintos y emociones. De su preparación para el autocontrol y de su capacidad de subordinación al guion que le propongan, convenga o decida (ahí estará parte su posible autonomía), dependerá el «éxito» de su misión. De ella se espera que haga lo que debe hacer, que no improvise, que no sea un verso libre. Al contrario. El juicio de valor permanente e insaciable que escudriñará e interpretará desde el vestuario al rictus, será una constante en su reinado. Su cuerpo hablará. Sus ojos, serán sus palabras; su gesto, la ortografía; su pose, la sintaxis.
Prueba de fuego
Esta presión pública, evaluativa e interpretativa, va a ser una auténtica prueba de fuego para ella, para su matrimonio y para la institución que va a representar. Y pronto va a comprobar, otra vez, como sucedió en su etapa profesional, la norma perversa con la que se juzga a las mujeres en nuestra sociedad. La norma del doble rasero: en igualdad de condiciones, a las mujeres les cuesta el doble llegar a los lugares de responsabilidad, y se las juzga doblemente; es decir, se les perdonan la mitad de los errores que a los hombres.
Letizia, aunque sea reina, es mujer, y padecerá una particular mirada misógina y machista a su «actuación», que se acentuará, todavía más, en el marco de un modelo familiar tradicionalista donde los patrones de comportamiento están tan establecidos. Paradójicamente, de Felipe se espera que sea diferente a su padre y de Letizia que sí se parezca a su suegra. Así estamos. Con el cliché puesto.
Se ha instalado una prejuiciosa atmósfera sobre ella. Mientras que nadie duda de la preparación del
Príncipe, los temores y rumores sobre la preparación de la Princesa concitan una alianza de intereses contradictorios: desde los nostálgicos que siguen bramando por el carácter plebeyo de su condición (al que hay que añadir su divorcio), hasta los mercaderes de vidas ajenas (que ven en ella un filón inagotable para sus intereses), que aspiran a ver fracasar la Monarquía por su supuesto talón de Aquiles.
Pero Letizia no debería distraerse −ni obsesionarse− en este clima viciado y enrarecido, de estancias con ventanas cerradas, tan propias de los palacios, sino centrarse en diseñar una puesta en escena pública con un papel específico, complementario y autónomo al de mera consorte. ¿Es posible?
La esposa de Felipe puede aportar a la monarquía registros imprescindibles para añadir capas de legitimidad social al candado institucional, político y mediático con el que llega tras la abdicación. Será proclamada Reina, pero para ser querida, aceptada y sentida como tal le hará falta algo más que compromisos y acuerdos de Estado. Lo está comprobando estos días con su hija primogénita y heredera al trono, Leonor, princesa de Girona, condesa de Cervera, duquesa de Montblanc y señora de Balaguer, cuyos alcaldes ya le han pedido que renuncie a estos títulos.
Asumir u optar
Del grado de conciencia que tengan Felipe y Letiza sobre la diferencia entre la unanimidad o la mayoría de los afectos recibidos, y del apoyo real de la ciudadanía a la institución que representan, dependerá —en buena parte— el éxito de su desafío. Hay una gran diferencia entre aceptar y elegir. Convenir y desear. Asumir u optar. Y no me cabe duda de que los futuros reyes saben —y entienden— la diferencia entre lo posible y lo necesario. Entre lo impuesto y lo puesto. Entre lo legal y lo legítimo.
La futura Reina puede —y debe— demostrar con su agenda, sus prioridades y sus señales (verbales y no verbales) que no está para servir ni de adorno, ni de muleta. Que su papel de referencia no es el cuché de las revistas, sino el de la identificación con la compleja y diversa sociedad española y, en especial, con los sectores más jóvenes, urbanos y dinámicos, precisamente los más refractarios a todo lo que ella representa. Letizia tiene garantizado el trono, no el éxito ni el crédito. En estas condiciones, no resulta un asiento muy estable ni cómodo.
De bajarse del trono va la cosa, no de subirse a él. Esperaremos sus señales.
Publicado en: El Periódico (7.06.2014) (versión PDF)