La respuesta de Mariano Rajoy durante la rueda de prensa en Brisbane (Australia), al final de la Cumbre del G-20 es sorprendente: «Tendré que explicar mejor mis razones», ha dicho al referirse a la situación en Catalunya. Al tiempo que anunciaba una visita a la comunidad para «defender los intereses de los catalanes». Sorprendente, digo, por lo que pudiera significar de autocrítica (o al menos de duda razonable) sobre la eficacia de su estrategia comunicativa.
El código de comunicación de Rajoy se basa en 5 principios: el control del tiempo, la inmovilidad como bastión, la cautela propositiva, la resistencia numantina, y la limitación de la política… y del lenguaje. Es decir, aquello que no puede hacer… o no quiere nombrar. Todos ellos, quizá, relevantes en tiempos de zozobras y tempestades. Recuerden su importante —y estructurado— discurso en el Congreso de los Diputados, en el Debate del Estado de la Nación de principios de este año y sus referencias a la navegación y el Cabo de Hornos. Pero estas mismas supuestas virtudes (o adherencias de su personalidad política), que refuerzan su fascinación casi lúdica por la previsibilidad, muestran serias limitaciones cuando lo que se mueve no es el viento, sino el suelo. Y en cuanto a la fiabilidad hay que añadir no pocas dosis de creatividad e imaginación para superar dificultades que no se baten con resistencia, sino con inteligencia.
Rajoy no ha comprendido, al menos hasta Brisbane, que la comunicación no es secundaria, accesoria, o discrecional en un dirigente político. Sino que la comunicación es la visibilidad, precisamente, de la acción política y de su pedagogía. Sin ella, no tan solo no hay percepción de la política, sino que tampoco de su legitimidad al romper el nexo de unión entre la acción y su justificación. Rajoy puede gobernar como quiera (según sus principios, programas o compromisos), pero no puede comunicar como quiera (o como sepa…). De ahí lo significativo de su afirmación reveladora de que debe mejorar… o aprender.
1. El control del tiempo. Le fascina. Siente una gran inclinación por el uso desmedido de este atributo del poder. Lo lleva hasta el límite, para desesperación de propios y extraños. Y muestra un carácter reservado, desconfiado y receloso en esta gestión. El control del tiempo (tener la última palabra y cuando él decida, no cuando se le pida o se le espere) es un rasgo de fuerte autoridad. A Rajoy le gusta la decantación, y cree que todas las reacciones rápidas son precipitadas. Pero el control de las crisis está íntimamente vinculado a la capacidad de liderar y marcar la agenda. El silencio habla, sí. Pero cuando lo que se espera son palabras, criterios, marcos de interpretación, el silencio exaspera e irrita. Y se pierde el factor iniciativa, elemento clave en la acción política… e imprescindible cuando se gobierna.
2. La inmovilidad como bastión. Rajoy es un faro… pero sobre un dique. Está convencido de que, frente a las turbulencias, la inmovilidad previsible, el punto de referencia, la luz fija entre las tinieblas es una garantía del buen gobierno y de la buena gestión. Es como si frente a la agitación acelerada de oponentes (o colaboradores) su inmovilidad fuera la garantía más visible del acierto. Es decir, estarse quieto le da (y cree que ofrece) seguridad por la autoridad del conocimiento. No se mueve «porque sabe». ¿Y si fuera la revés? La inmovilidad, cuando el suelo político se resquebraja, es sinónimo de incapacidad o de parálisis. Y es muy peligrosa.
3. La cautela propositiva. Una parte de la alergia de Rajoy a la comunicación reside en que considera las palabras como limitantes, al ceñir, definir o fijar una posición. Rajoy prefiere la ambigüedad o la prudencia máxima para no ser prisionero ni de sus palabras, ni —casi— de las de los demás. Por eso administra las reuniones, y sus diálogos, al máximo, para disponer de un margen de maniobra acorde con su gestión de los tiempos. Pero, una vez más, la prudencia tiene sus límites cuando se refugia en la negación permanente. Es en esta fase cuando lo escaso no es el principio de un relato o una propuesta, sino la muestra de su inexistencia. Rajoy se la juega a que se perciba que su prudencia es incapacidad e ignorancia, no sabiduría.
4. La resistencia numantina. Su principal valor y al que se aferra en tiempos de crisis. Su resiliencia, en la fase más aguda de la crisis de la deuda, ha reforzado su íntima vinculación con este atributo personal, autoalimentando su convicción de que la mayoría de las crisis se vencen cuando se aguanta. Pero esta concepción de resistencia física de muros, alamedas y fosos… no sirve cuando lo que sucede es que los pilares se corroen por fatiga de los materiales, o por la acción de la circunstancias o los adversarios. Así, entonces, la resistencia se convierte en un espectáculo dantesco de desmoronamiento vertical. No cede ninguna piedra. Pero todo se hunde a peso, en bloque, sin desfigurarse ni descomponerse… hasta hacerse añicos. Es el hundimiento.
5. La limitación de la política… y del lenguaje. Rajoy cree que no puede hacer lo que no debe. Y tiene razón. Es el principio de la legalidad en democracia. Cree también que hacer política en los márgenes de la ley (o de los mercados, por ejemplo) es imposible. Y eso ya es más discutible. Estas condiciones las interioriza como limitaciones, no como retos. Es ahí donde emergen los líderes: ven lo que los demás no ven; lo ven posible cuando no lo parece, y desafían con hacerlo cuando nadie lo ha hecho antes, ni intentado. Rajoy tiene coartadas (que llama principios), casi siempre. Pero las dificultades a las que nos enfrentamos reclaman líderes que no respondan, simplemente, que no pueden o no deben. Hay margen para la creatividad y la innovación en la política y, todavía más, en la comunicación política.
Las palabras, esas que administra Rajoy con tanto celo y reserva, pueden cambiar el mundo, porque pueden cambiar la manera que tenemos de verlo y de vernos en él. Las palabras no sólo describen o proponen, sino que crean atmósferas, marcos, climas y percepciones. Ya sé que esta visión transformadora de las palabras puede ser demasiado para un registrador de la propiedad como Rajoy, al que las palabras le parecen simples matemáticas con consonantes y vocales. Pero creo sinceramente que se equivoca, aunque sienta aversión hacia lo nuevo. Por eso, reconocer que debe explicarse mejor es, quizá, el principio de reconocer otras voces y argumentos. Cuando uno se da cuenta de que no convence creyendo que tiene la razón, es que seguramente o no sabe suficiente, o no la tiene toda. Veremos si Rajoy transita de mejorar sus competencias al conocimiento de la comprensión de la realidad. La otra, la que no conoce, porque no la reconoce.
Publicado en: El País (16.11.2014)(blog ‘Micropolítica’)
Fotografía. Max Böhme para Unsplash