No quieren que bailemos. Que escuchemos música. Que nuestros besos se mezclen con las risas. Amar. Divertirnos. Gozar de la vida. Compartir cenas y almuerzos. Beber. Comer. Ocupar el espacio público. Sentirnos libres. «Los objetivos fueron cuidadosamente elegidos», afirman los terroristas. Atacaron a los símbolos, y a las personas.
Detestan que las mujeres lean, escriban, piensen y decidan por sí mismas. Sobre su cuerpo, sus afectos o sus vidas. No quieren que las niñas estudien, por eso dispararon a Malala, en Afganistán, porque quería ir a la escuela. Disparos para castigarla, para asustarla, para matarla.
En el comunicado reivindicativo de los asesinos del Estado Islámico, relacionan la acción terrorista en París con el hecho de ser la «capital de las abominaciones y de la perversión». Es decir, en su demencia, los terroristas identifican la ciudad como el pecado, como el demonio. Y los ciudadanos como viciosos. Las salas de música como templos paganos.
Los atentados golpean a personas inocentes en bares y restaurantes, salas de fiestas, estadios y calles. Todo lo que caracteriza un modelo de libertades en un espacio público. Odian el ocio. Por lo que representa de libertad y emancipación. Lo fanático contra lo lúdico. Se visten de negro, porque detestan el color, la música, la diversidad. Odian las risas. No quieren sonrisas, sólo muecas. De dolor o de sufrimiento.
Han actuado de noche. Un viernes. Justo cuando la ciudad de las luces se ilumina con la luz de los goces y los placeres, con las sombras de las emociones y los afectos, con la claridad de las artes. Cuando la vida parece eterna. Cuando la noche protege a los amantes, a los cómplices, a los amigos. Llegaron de noche, para hacerla eterna, para que no tuviéramos un mañana, y ganar su falsa eternidad con su incomprensible martirio.
A los asistentes al concierto de la sala Bataclan, los llaman «idólatras». Su pecado es admirar a seres humanos: músicos, cantantes, artistas. Les matan por paganos, por ejercer la mística de la música. Su odio es tan incompresible como peligroso y asesino.
Nos desprecian. Hablan del olor de «las calles malolientes de París», que tiemblan indefensas. Se jactan de su pureza. De nuevo asocian la ciudad y los ciudadanos al demonio y su pestilente presencia: «Seguirán oliendo el olor de la muerte por haber estado a la cabeza de la cruzada».
Nos quieren atemorizados y paralizados. «Incluso sentiréis miedo de ir al mercado», proclamaban en un mensaje de vídeo de Al Hayat, la sección mediática de los acólitos del califato: «Se te ha ordenado combatir a los infieles donde quiera que se encuentren. ¿A qué esperas? Hay armas y coches disponibles y los objetivos están listos para ser golpeados», indica uno de los terroristas. «Sirve incluso el veneno. Envenena el agua y los alimentos de al menos uno de los enemigos de Alá», conmina.
«París tembló bajo sus pies», agregan los yihadistas. Así nos quieren: derrotados en nuestros corazones, ánimos y valores. Quietos, inmóviles, encerrados. Quieren destruir la risa y el movimiento. Ahora, hoy, más que nunca hay que reírse entre el dolor, el llanto y el desaliento. Reír llorando. Para enfrentarnos al odio con ocio. A la barbarie con arte. A las pesadillas con sueños. Para que París tiemble… pero de bailes y pasos libres, no de miedos y espantos.
Hoy lloraremos, pero mañana volveremos a bailar y a dibujar. Para ganar la batalla de las ideas y los valores. La auténtica gran batalla.
Publicado en: El País (14.11.2015)(blog ‘Micropolítica’)(versión en portugés: Ódio ao lazer)
Fotografía: Alexander Kagan para Unsplash
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