El presidente de la gestora del PSOE, Javier Fernández, ha utilizado reiteradamente la expresión «el mal menor» para justificar una probable abstención del partido a la investidura de Mariano Rajoy. No me compete, ni pretendo, evaluar los pros y contras de cada una de las opciones que tienen líderes socialistas ante sí, ni opinar sobre el procedimiento para resolver tan compleja y difícil decisión. Deseo centrarme en la utilización de la expresión «el mal menor», más allá de su efectividad —o no— desde la perspectiva de la comunicación política. Mi reflexión es otra.
Se recurre a un concepto propio de la reflexión moral para dilucidar un dilema político, que —a diferencia de otras situaciones— no encierra un conflicto dramático e irreversible, aunque la negatividad de determinadas políticas sea incuestionable. La teoría del mal menor bebe de fuentes de la filosofía griega: la sentencia de Aristóteles en el libro II de su Ética: De duobus malis, minor est semper eligendum. Y encuentra en la sabiduría popular una expresión tan sencilla como contundente: «Del mal, el menos».
Hay un desarrollo más alambicado en la teología y en la ética católicas, de las que inevitablemente nuestra cultura política es heredera, que abre la puerta a una cadena de justificaciones que acaban por consagrar de hecho el relativismo moral, tal como advirtió Antonio Gramsci: «El concepto de mal menor es uno de los más relativos. Enfrentados a un peligro mayor que el que antes era mayor, hay siempre un mal que es todavía menor aunque sea mayor que el que antes era menor. Todo mal mayor se hace menor en relación con otro que es aún mayor, y así hasta el infinito. No se trata, pues, de otra cosa que de la forma que asume el proceso de adaptación a un movimiento regresivo, cuya evolución está dirigida por una fuerza eficiente, mientras que la fuerza antitética está resuelta a capitular progresivamente, a trechos cortos, y no de golpe, lo que contribuiría, por efecto psicológico condensado, a dar a luz a una fuerza contracorriente activa o, si ésta ya existiese, a reforzarla» [Antonio Gramsci: Quaderno, 16 (XXII)]. Perdón por la larga cita, pero me parece muy oportuna.
Lo cierto es que en política lo habitual es elegir entre opciones inexactas, insuficientes, imperfectas —o impuras si desean seguir con las etiquetas morales— desde el punto de vista de los fines. Ni es fácil discernir con absoluta claridad entre el bien y el mal, en términos absolutos. En política, camuflar una decisión política con el recurso de lo moral supone una claudicación del pensamiento y la argumentación. Y contribuye, quizá sin saberlo, a alimentar el populismo maniqueo, precisamente, de aquellas fuerzas políticas y aquellos liderazgos que se caracterizan por el mesianismo y la simplificación. Con la argumentación moral, los socialistas quizá tienen un relato para explicar una decisión, pero se entregan y se adentran —más de lo que imaginan— en el marco de algunos de sus competidores.
La política que avanza se mueve siempre en una zona de grises. Esta imperfección es lo que garantiza el progreso reformador, al considerarla un reto. La política transformadora que reduce lo necesario a lo posible, en lugar de hacer posible lo necesario, no puede liderar transformaciones ni cambios. Como mucho puede administrar procesos. Una organización progresista no puede —ni debe— prescindir de la argumentación. «La política es pedagogía», decía Rafael Campalans. No hay representación —ni liderazgo— cuando se renuncia a ofrecer marcos de interpretación que dan contexto a decisiones y posiciones. No se lidera con el refranero, aunque sabio es.
Quizá lo erróneo sea, creo, enfocar dilemas políticos ordinarios como una confrontación de principios y fines, y no de los medios más adecuados para conseguirlos: «Cuando el debate es monopolizado por chamanes que mezclan medios con fines y plantean la discusión política como una confrontación de suma negativa, la política vive excitantes duelos dialécticos, pero escasas reformas» (Víctor Lapuente en El retorno de los chamanes).
En tiempos difíciles, hay que leer a Michael Ignatieff. «Los líderes prudentes se obligan a prestar la misma atención a los defensores y los detractores de la línea de acción que están planeando». En este caso, creo, mejor una profunda discusión de argumentos que una simple categorización moral.
Publicado en: El País (22.10.2016) (blog ‘Micropolítica’)
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