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La victoria del caos

Donald Trump ganó la presidencia de los Estados Unidos frente a su rival, Hillary Clinton, la designada por la historia y el establishment. Ganó contra la maquinaria más precisa y eficaz del Partido Demócrata. Ganó contra el Partido Republicano y sus líderes. Contra la inmensa mayoría de medios de comunicación y sus empresas editoras. Contra las encuestas y la demoscopia. Contra la verdad contrastada y los datos empíricos. Contra la industria del espectáculo, del cine o de la música. Contra los deportistas famosos. Contra los analistas. Contra las bolsas internacionales. Contra el caudal de dinero invertido y recaudado por su rival. Contra la razón. Y contra Barack y Michelle Obama. Su victoria es una humillación para la mayor coalición contraria y hostil que ningún candidato podía imaginarse. Su mérito es extraordinario. Y el fracaso de sus rivales es monumental.

Si miramos atrás, en el mes de abril de 2016 Bernie Sanders luchaba cuerpo a cuerpo con Hillary Clinton para ganar las primarias demócratas. Necesitaba sí o sí ganar en Nueva York para seguir teniendo alguna posibilidad. Justo el día antes de esas primarias, enviaba tres mensajes a sus activistas. En los tres lanzaba duras acusaciones a Clinton. Denunciaba a su oponente por ser una marioneta de las grandes firmas y lobbies que habían dado dinero —ingentes cantidades— para su campaña; y que, en caso de una victoria, se la debería a ellos. Sería una candidata secuestrada. Unas acusaciones que sobrevolaron durante toda la campaña.

Esos ataques de Sanders eran hacia la candidata, con una estrategia de descrédito personal, pero buscaban movilizar a un electorado defraudado y abandonado. Quería llegar a los votantes a través de las emociones indignadas: descontento social, paro, problemas sociales crónicos y un no futuro para ellos y para sus hijos. Sanders, involuntariamente, descubrió el camino a Trump. Convertir la indignación en movilización. Por su parte, Hillary le respondía, sin perder la compostura, en el debate electoral demócrata: «Describir el problema es mucho más fácil que tratar de resolverlo».

Esta frase resumía la estrategia de Clinton: posicionarse como la candidata más realista, lejos del populismo. Preparada para gobernar profilácticamente. Sin riesgos. Sin piel, sin emoción. Una profesional versus un amateur que sólo sabía hablar. O insultar, agredir o avergonzar, en el caso de Trump. Una política experimentada versus un populista diletante, cuyas frases acongojaban a cualquier persona racional. Clinton doblegó a Sanders e ignoró a su equipo y sus estrategias. Le ganó, pero no entendió el corazón de sus votantes, ignoró la corriente de fondo que, desde las devaluadas etiquetas de progresistas y conservadores, expresaba un desafecto de decepción y de miedo.

Le funcionó con Sanders, a un coste altísimo, pero no le funcionó con Trump. La fría racionalidad sucumbió a la emocionalidad radical. Trump transformó el odio, el miedo y la rabia en un voto de venganza, en una poderosa movilización electoral. Mayores sin futuro contra jóvenes sin estímulos y sin sentimiento de culpa.

No han sido unas elecciones. Ha sido una guerra brutal, tan agresiva como soez. Y ha vencido una guerrilla a un ejército regular. Un episodio más de lo que Moisés Naím ha definido como el fin del poder. El poder que conocíamos se acabó. Esta victoria demuestra que los electores son capaces de autolesionarse por venganza. Y, con ella, derrotar a quien representa todo lo que temen, detestan o desprecian. Su voto ha sido de resistencia y de ira. Han resistido frente a los que les decían que eran perdedores, que estaban equivocados o que eran minoría. Se han vengado de todo, de todos. Trump ha sido la piedra con la que han derribado al cíclope. Trump, la piedra. La honda, el voto. David ha ganado a Goliat. Es la rebelión de las masas que han apostado por un osado audaz, tan imposible como temerario. Es un corte de mangas. Una peineta. Ganó el proscrito y, con él, los olvidados, escondidos o callados.

Trump sabe del poder del lenguaje convertido en espectáculo, en una sociedad conectada donde la materia prima fundamental es la información. Los medios le despreciaban tanto como le necesitaban. Tuvo una sobreexposición mediática entre el desprecio y la petulancia de la élite republicana y progresista. Pero Trump vende porque molesta. Es el poderoso atractivo del insulto y la banalidad. Suministra a sus seguidores esa dosis diaria de autoestima liberando sus instintos, miedos, odios, prejuicios y obsesiones. También sus ignorancias. Al pronunciar lo que la mayoría no se atreve a decir —aunque lo piense— ejerce un poderoso efecto de exorcismo político inverso. Los simpatizantes que llenaban sus mítines, activaban su campaña y votaban se sentían protegidos, y no avergonzados de sus ideas.

Esta relación de autoestima por proyección reflejada en su líder es un fuerte pegamento cohesionador. Los electores que escondían, disimulaban o matizaban sus ideas pudieron, en la jornada electoral, liberarse del corsé de lo políticamente correcto. Trump les libera, haciéndoles sentir protagonistas y orgullosos (elemento clave). Ellos y ellas le adoran, agradecidos y excitados mientras gritan: «¡USA, USA, USA!». Trump utiliza la nostalgia y exhibe nacionalismo hegemonista como bálsamo y bandera. «Hacer América grande otra vez» prometía. Y, como siempre pasa, los extremos descentran a los moderados y, una vez descolocados y obligados a ser lo que no son, no consiguen recuperar la centralidad y sucumben frente al auténtico líder de las ideas. Trump identificó el malestar y la ira. Y se convirtió en su portavoz. Es un representante de un estado de ánimo. No les lidera, sólo aspira a ser como ellos, a parecerse al máximo. A identificarse. Es un liderazgo por ósmosis. Metaboliza el miedo en odio y rabia, mucho más poderoso que los argumentos. El populismo se impone.

Su retórica es percibida como positiva y valiente por una población pesimista, cansada y enfadada con el establishment del partido y con los políticos en general. Trump es un estímulo para aquellos que no tienen esperanza. Sobresalen siempre, mediáticamente, sus palabras sobre inmigración y terrorismo, pero quienes le votaron lo hicieron, entre otras cosas, porque él sí hablaba de los problemas reales de la clase pobre blanca del país, con puestos de trabajo en peligro a causa de la globalización, con sueldos estancados y con dificultades para enviar a un hijo a la universidad o curarse de una enfermedad sin quebrar económicamente. Es a ellos a quienes hablaba cuando proponía multar a las empresas que externalizaran puestos de trabajo. Es a ellos a quienes hablaba cuando explicó que, al ser millonario y no necesitar dinero, iba a ir a por las farmacéuticas para que bajaran el precio de los medicamentos. Nadie pudo lograr hacer frente a estos mensajes ni, sobre todo, conseguir que sonara creíble cuando lo intentaron. De ahí su ventaja.

La comunicación política y la demoscopia que hemos conocido hasta ahora han fracasado. Por prejuiciosas, por incapaces de descubrir movimientos y tendencias de baja frecuencia, pero de gran recorrido, de gran profundidad. Un dato, simplemente: Trump arrasaba con Facebook Live. Conexión directa, sin intermediación, pasión digital y excitación visual. Vencía el voto oculto frente al voto culto. Esta es la cuestión.

Trump ganó porque Clinton perdió, aunque parezca una argumentación simple por banal. Todo lo contrario. La demócrata fue incapaz de convertir en movilización, su poder. En pasión, su preparación. En entusiasmo, su hegemonía. Derrotó a Bernie Sanders, consiguió la nominación, pero no su corazón. Y sin la energía democrática de sus partidarios, no fue capaz de ganar convenciendo. Creía que con ser el mal menor era suficiente. Y ese ha sido su gran error.

Artículo publicado en Beerderberg (Monográfico Especial Estados Unidos 2016)
Fotografía: Jon Tyson en Unsplash

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