En 1996, el psicólogo clínico David Lewis acuñó un concepto que, veinticinco años después, no solo no ha quedado obsoleto, sino que tiene más incidencia que nunca: el «síndrome de la fatiga informativa» (SFI). Lewis observaba, entre sus pacientes, un ligero aumento de la ansiedad, un déficit de atención y una caída de la capacidad analítica. Un diagnóstico que perfectamente podría ser de estos tiempos y con el que muchos podríamos sentirnos identificados.
Sucede que, en solo un minuto se envían casi 200 millones de mails, se comparten 695 mil historias en Instagram y se suben 500 horas de vídeo a YouTube. Y estos son tan solo algunos datos… Hay un enorme exceso de oferta. La cantidad de información que circula en Internet aumenta de manera exponencial, año a año, minuto a minuto, pero el tiempo disponible es y será siempre el mismo. Esta paradoja irresoluble convierte a la atención en el bien escaso por excelencia y en aquello por la que marcas, medios, instituciones y políticos compiten, como bien observa Tim Wu en su libro Comerciantes de atención.
Vivimos en un mundo pantallizado, que nos interrumpe constantemente, que ocupa nuestras vidas y nos obliga a recibir innumerables informaciones que casi no nos da tiempo de reflexionar, de digerir. Ante tanta información, desde tantas pantallas y en cualquier momento, nuestro cerebro no puede entenderlo todo, por lo que la mayoría de la información que recibe es para consumo inmediato, superficial. «El exceso de información atrofia el pensamiento, la capacidad de distinguir lo esencial de lo no esencial», apuntaba hace ya algunos años el filósofo surcoreano Byung-Chul Han.
En este contexto de saturación informativa (llamada también «infoxicación»), los ciudadanos están más expuestos a la desinformación y son mucho más vulnerables ante bulos, noticias falsas y teorías conspirativas. La aceleración entorpece el proceso de reflexión —que tiene otros tiempos— y aumenta el costo de las verificaciones y segundas lecturas. El exceso de información también contribuye al fenómeno de las «burbujas informativas», que aparecen como refugios confortables y seguros. La tentación de lo conocido.
¿Cómo comunicar en este contexto? ¿Cómo ser recordado en este maremágnum de información? La palabra «recordar», que viene del latín «recordari», formada por «re» (de nuevo) y «cordis» (corazón), quiere decir, entonces, volver a pasar por el corazón. Nuestra memoria no garantiza el recuerdo si no hay emociones involucradas. Nos quedamos con aquello que sentimos, con aquello que nos generó algún tipo de emoción, ya sea positiva o negativa. Un territorio fértil para la exaltación y la provocación. Hoy, comunicar no es difundir ni informar. Comunicar es gestionar emociones. Ahí está el desafío y las oportunidades para que nuestro mensaje no sea meramente un contenido efímero.
Publicado en: La Vanguardia (12.08.2021)
Foto: Marjan Blan en Unsplash
Artículos de interés:
– The three-or-four-hours rule for getting creative work done (Oliver Burkeman)
Efectivamente, cuanto más atiendo a la prensa y a las redes menos pinto y dibujo, pero cuanto más pinto y dibujo más «likes» me caen en las redes.
Es la fatiga hermana de sangre de la ansiedad… van camino de convertirse en una epidemia, quizás lo son ya,