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Las emociones en las campañas electorales y en los Gobiernos

Recientemente tuve la ocasión de viajar a Washington DC para recibir uno de los Victory Awards en el marco de la POLI Conference 2012. Durante mi estancia en la ciudad, tuve el placer de charlar con Marc Bassets (@marcbassets), corresponsal de La Vanguardia, que hoy publica este interesante artículo, donde recoge algunas de mis reflexiones, y que transcribo a continuación:

El estudio de las emociones incide en las campañas electorales y en los gobiernos
La mayoría de las personas son fieles a un partido más allá de las razones para cambiar

«David Brooks, columnista de The New York Times, trató a George W. Bush cuando era presidente y ha tratado a su sucesor, Barack Obama. Cada dos o tres meses, Obama le invita a la Casa Blanca junto a otros columnistas. Conversan sin micrófonos, en privado. Las diferencias entre ambos presidentes van más allá de sus políticas. «Cuando hablas con él es un poco como hablar con un experto. Puede ir muy a fondo en los detalles de una política particular. Diría que al contrario que Bush», dice. «Cuando hacíamos este tipo de reuniones con Bush, en realidad era más divertido, porque te contaba anécdotas sobre líderes extranjeros. Era más distendido. Con Obama se trata más de un análisis. ‘¿Cuáles son mis opciones? ¿Cuáles los pros y los contras?’. Es más un ejercicio académico, mientras que Bush te contaría cuánto le disgustaba Jacques Chirac, y cosas así». Según Brooks, que es conservador, Bush ganó elecciones porque «la gente, intuitivamente, pensaba que él era como ellos». «Establecía este tipo de conexión», explica. «Reaccionaba como yo reaccionaría. Era un tipo emocional».

Que la política es emoción, y no sólo debate sobre programas y propuestas detalladas, ya lo anticipó Marshall McLuhan hace medio siglo. «Las políticas y los temas son inútiles en términos electorales, porque son demasiado especializados y controvertidos. El diseño de la imagen del candidato ha sustituido el debate sobre puntos de vista en conflicto», escribió. Poco después, en el 1968, Richard Nixon llegó a la Casa Blanca con la primera campaña verdaderamente televisiva de la historia. Para ello contrató a Harry Treleaven, un hombre de la publicidad, un auténtico mad man convencido de que las campañas electorales «ofrecen pocas posibilidades para la persuasión lógica». «Y está bien que así sea, porque probablemente la mayoría de personas vota por motivos irracionales, emocionales, más de lo que los políticos profesionales sospechan», escribió en un memorándum interno que el periodista Joe McGinniss citó en su célebre Cómo se vende un presidente.

Lo que McLuhan o Treleaven intuyeron lo han confirmado en los últimos años científicos, politólogos, consultores y observadores como Brooks. Los avances recientes en el estudio del cerebro humano también pueden influir en cómo se desarrollan las campañas electorales y en cómo, una vez en el poder, los políticos gobiernan. La idea, heredada de la Ilustración francesa, de que la razón puede explicarlo y guiarlo todo -también la política- se ha agotado, según esta visión. «El cerebro político es un cerebro emocional», escribe el psicólogo Drew Westen, un referente en este campo, en La mente política. «No es una máquina desapasionada y calculadora que objetivamente busca los datos, las cifras y las políticas correctas con el objetivo de adoptar una decisión razonada».

En España, Westen cuenta con admiradores como el consultor Antoni Gutiérrez-Rubí, que acaba de publicar La política vigilada. La comunicación política en la era de Wikileaks. Recientemente fue premiado en un congreso de consultores políticos en Washington. «La política española tiene un gran desconocimiento de cómo funciona el cerebro», dice. Este desconocimiento, prosigue, conduce a algunos prejuicios, como pensar «que la política son razones y que las emociones distorsionan, distraen, alteran, de alguna manera condicionan el auténtico núcleo de la política, que son las ideas, las propuestas, las ideologías».

La realidad es que «el cerebro funciona de otra manera», añade. «Acabamos pensando lo que sentimos. Y no saberlo, no entender hasta qué punto la cerradura de la puerta de la razón es la cerradura emocional, que es por la aprehensión emocional por donde entran las ideas, es un gravísimo error».

Ignorar que el cerebro político es emocional lleva a establecer estrategias basadas en el marketing, la publicidad, los datos, las matemáticas, los sondeos: la creencia en que los comportamientos electorales son cuantificables. «Los intangibles emocionales se perciben como un problema para la comunicación. Son difícilmente gestionables», dice Gutiérrez-Rubí. Internet es, en su opinión, «un sensor social extraordinario». Y explica que, cuando un político le pregunta qué opina la gente, le dice que tiene dos maneras de saberlo: los análisis demoscópicos y conectarse. La información, en este caso, es «menos precisa desde el punto de vista socioterritorial». «Pero tiene la información sobre el estado de ánimo de la gente, que es tan relevante como la respuesta precisa, a una pregunta precisa en un cuestionario preciso», añade.

Esta forma de entender la política no afecta sólo a las campañas. También a la acción de los gobiernos. Las soluciones científicas no lo resuelven todo, según Brooks, el columnista conservador. La complejidad del mundo hace difícil aplicar fórmulas infalibles para resolverla. La tecnocracia no es la panacea. «Pongamos el caso de la pobreza en Estados Unidos. Hay que entender que la pobreza no es sólo falta de dinero o trabajo. También aflora en tejidos sociales débiles, con padres ausentes, vínculos endebles entre madres e hijos, hijos que crecen en hogares desorganizados, que no desarrollan estrategias para controlar los impulsos», dice Brooks.

Las propias afinidades ideológicas de los ciudadanos tienen más que ver con el cerebro emocional que con la razón, como demuestran Donald Green, Bradley Palmquist y Schickler en Mentes y corazones partidistas. Los partidos políticos y la identidad social de los votantes. Los autores, tras estudiar el comportamiento de los votantes durante décadas, concluyen por ejemplo que la mayoría de los votantes del Partido Republicano a los 32 años probablemente sigan votándolo a los 82. Las recesiones, la corrupción, los cambios en los programas, los errores de los líderes apenas afectan la fidelidad del votante. No siempre votamos en función de nuestros intereses. Ni siquiera de lo que racionalmente parecería más conveniente para la mayoría. «Las identidades partidistas son características perdurables en la imagen que los ciudadanos se hacen de sí mismos», escriben Green, Palmquist y Schickler. Ser de izquierdas o de derechas va más allá de la racionalidad de los programas; es una cuestión de identidad. Y es difícil modificarla, porque «los partidistas ignoran o rechazan la información que no concuerda con sus adhesiones de partido». A veces la política de la emoción se parece a la religión.»

Publicado en: La Vanguardia (18.03.2012)(versión pdf)

Enlaces de interés:
La política de las emociones
– «Si la política no es emociones, entonces ¿Qué és?’ Antoni Gutiérrez-Rubí (Entrevista con Lorena Arraiz para Guayayo en Letras, 11.12.2010)

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