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Activismo político, también desde el sofá

El activismo político está en una encrucijada. Ese activismo político que nace y se organiza en entornos digitales inspira recelo por su aparente facilidad y comodidad. Más que desprecio intelectual, podríamos hablar de desconfianza.  Una legión nutrida de asesores, políticos y filósofos creen que la fascinación tecnológica —y sus desvaríos sobredimensionados respecto a la fortaleza y la capacidad de cambio real de la política a golpe de clic— infantiliza la acción política y reduce la resistencia a pose estética. Se cuestiona el activismo desde la confortabilidad que ofrece el salón. En definitiva, que nada serio que valga la pena cabe en 140 caracteres y menos si se genera mientras se está repanchingado en el sofá.

Hay argumentos para la preocupación. No los niego. Los retos del activismo online no son pequeños, ni se pueden obviar. La desconfianza hacia lo nuevo y lo emergente sustituye a la mirada crítica y ponderada. No se trata del debate artificial entre optimistas o pesimistas sobre las posibilidades de la política online. No es un concurso entre ciberutópicos o ciberescépticos. Se trata, a mi juicio, de comprender que entre las fricciones de lo digital aflora una energía política que puede ser portadora de enzimas de cambio muy poderosas. Hablamos de personas, de causas y de cambios reales que han  sido posibles con un móvil en la mano.

Aunque imperfecta, esta energía es portadora de esperanzas e ilusiones. Merece una oportunidad. Hay motivaciones y estímulos que hoy la política formal no ofrece, no acoge ni promueve. El desgarrador desafecto que entre la ciudadanía genera la política formal debería llevar a otro tipo de lecturas, más abiertas y generosas, ente aquellos que han perdido o malgastado sus oportunidades. Existen razones para enfriar la mirada fascinada a la política en red y desde la red, pero existen más todavía para creer que, entre las costuras de lo digital, podemos reconstruir alianzas de amplio espectro a favor del bien común, la defensa de la legalidad y el protagonismo de los valores.

La volatilidad, fragilidad y aceleración de los estados de ánimo en las batallas políticas en red, así como el comportamiento espasmódico de sus ritmos y la concatenación de causas sucesivas sin un relato global que encuadre y de sentido político al conjunto de las acciones, es lo que alimenta la desconfianza hacia los ecosistemas políticos digitales. Pero tras ese recelo se esconde, muchas veces, el miedo a lo desconocido.

Una de las críticas más voraces, e injustas, a la política digital es el carácter efímero y fútil de lo breve, donde Twitter sería el símbolo demonizado. Jorge Wagensberg, físico y científico —autor, entre otros libros, de Más árboles que ramas (2012)—, en un reciente artículo, lleva a cabo una defensa de lo breve como pensamiento básico, que no simple: «Un buen aforismo huye del dogma, necesita cierta dosis de humor y es idóneo para iniciar una conversación. Por encima de la narrativa, la poesía y el ensayo, el pensamiento breve es el género literario más científico».

En esta línea, no creo que pueda negarse el papel de Twitter en la acción y la comunicación políticas. No solo se trata de una de las realidades más transformadoras de los flujos de información, de los procesos de socialización y de las dinámicas de acción social y política más poderosas que nunca hemos tenido en la historia, sino que, además, está configurando nuestras identidades de manera inequívoca. Hoy las posesiones inmateriales (digitales) son más importantes que las materiales. Olvidémonos del Curriculum Vitae y pensemos en el Digital Vitae. Somos rastros digitales. Que estos retales sean o no auténticos, intensos y profundos depende de lo que hagamos en relación a los demás, no de la tecnología.

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