La última semana de las elecciones del #26J se parece, cada vez más, a una final de medio fondo. Más concretamente, la mítica prueba de 1.500 metros. El deporte (y, en especial, el atletismo) ofrece muchos paralelismos con la competición política y electoral. En estas pruebas, el equilibro entre táctica y estrategia es clave, definitivo, como lo es la administración de las fuerzas; el momento del ataque (largo o corto, en la curva o en su salida, por fuera o por dentro); la gestión psicológica de la recta final —en concreto, en la mismísima línea de cuadros—; y la «quinta marcha»: aquella que te permite intentar atrapar —in extremis— al que va delante, o separarte —definitivamente— de quien te persigue.
Estas elecciones pueden tener un desenlace no previsto demoscópicamente. La apelación emocional puede ser la quinta marcha para las fuerzas políticas: el miedo (a los malos, a los radicales, a los peligros) y el voto útil para el PP; el orgullo, la otra y la buena casta para los socialistas; la ilusión de la victoria alimentada por el sorpasso y el otro voto útil para Unidos Podemos; y el coraje sin complejos de los de Rivera. Las emociones —positivas y negativas— pueden provocar desenlaces inesperados. El pesimismo es tan contagioso como el optimismo. El miedo moviliza tanto como la alegría. También votamos con el corazón. Es la constatación de los límites de la racionalidad. Es el imperio de los sentidos que devienen sentimientos.
En el medio fondo atlético, lo psicológico se convierte en físico. Las neuronas (y las endorfinas) trasnsmutan en músculo y fibra. La resistencia empieza en la increíble resiliencia (tan desconocida como indiscutible). Y la fuerza nace en nuestro corazón. Quedan muchos días. Mejor dicho: muchas horas íntimas o compartidas. Muchas conversaciones con nuestro instinto. Y nuestros intereses. Este tramo final es inédito y puede acabar en un resultado inesperado. No tenemos antecedentes. Ni podemos establecer una línea clara que separe lo racional de lo emocional. Los electores que dudan pueden decidir con sus emociones, no con las razones que esgrimen los que pontifican. Sus dudas no son ignorantes. Son subjetivas, que no es lo mismo. Votarán lo que sientan, no lo que piensen. Cerebro emocional.
La tozudez con la que algunas fuerzas políticas se empeñan en decir a los indecisos lo que deben o no deben hacer puede tener una réplica orgullosa de los ciudadanos frente a tantas admoniciones y reproches de quienes les piden el voto sin consideración a sus vacilaciones, opciones o tempos. Los indecisos merecen más respeto. Los que dudan han decidido esperar hasta el último momento. No es que no sepan o no quieran. No. Su ritmo es otro. Se está fraguando una cocción lenta. Están metabolizando sus sensaciones en convicciones o justificaciones. Se toman su tiempo. Decidirán al final para proteger su voto de la presión familiar o relacional. Esconderán su postura. Amagarán con una opción, pero optarán por otra. No son frívolos. Son autónomos. Y su tiempo no es de este mundo. Decidirán en las últimas 48, 24, 12 ó 6 horas… y son imprevisibles. Como las emociones. Es tiempo de neuropolítica.
En la línea de cuadros de la política, como en el atletismo, hay muchas fotos finish. Atletas que flaquearon en los últimos metros, otros que se dejaron ir confiados de su ventaja, y aquellos que porfiaron hasta el final sacando pecho para ganar por la mínima o poder subir al pódium. Los indecisos esperan ver el comportamiento de los competidores en la recta decisiva. Quieren premiar (o dar el último empujón) a quien se lo merezca más. No dudan del todo. Esperan su momento para disipar su niebla. Mejor será que entiendan su proceso íntimo, lo respeten, valoren y defiendan… o les perderán.
Publicado en: El País (22.06.2016)(blog ‘Micropolítica’)