Leer entre líneas es una tarea apasionante. Permite la interpretación y la ambigüedad, tan útiles y —a la vez— tan denostadas en la vida política. Vivimos tiempos difíciles, que se vuelven inhóspitos cuando pretendemos definirlos, precisarlos, fijarlos con la pretensión de convertir el lenguaje en una propiedad, en una frontera que delimita, excluye y determina. Nuestra obsesión por la definición nos aleja del fértil espacio democrático que tiene la polisemia, el matiz o la sutileza. Los discursos del Rey hay que leerlos en sus líneas, entre líneas y en los márgenes. Es parte de la liturgia de una monarquía constitucional.
Felipe VI ha vuelto a hacer un discurso sereno, con renovada pretensión de equidistancia, para fortalecer su autoridad moral e institucional. Un discurso suave en las formas, más seguro que nunca, pero con mensajes más o menos cifrados, más o menos explícitos. Quizá ha sido su discurso más personal. Su apelación constante al futuro y la esperanza ha sido una viga maestra de su alocución. El monarca tiene prisa por pasar página del pasado reciente, sea la crisis o «el pesimismo, la desilusión, y el desencanto».
En esta ocasión, las referencias a la sociedad conectada han sido mucho más extensas, hasta configurar un cuerpo central sugerente e interesante. No ha sido un adorno modernizador, un requisito de moda, oportuno y conveniente. Se trata, por el contrario, de unas frases hilvanadas con vocación de tesis. Cuando Felipe VI habla de «nueva realidad» para referirse a los avances de la tecnología («de la revolución tecnológica»), lo hace para mirar en abierto y en grande, apelando al espíritu emprendedor. Es una inteligente manera de cuestionar los proyectos políticos «que nos cierran o nos fracturan». El Rey no tenía una tableta en sus manos, pero lo parecía.
Hay en su discurso algo de seriedad —¿o quizá amargura?— muy contenida. Ha sido el momento en el que ha revindicado el respeto a las personas, las ideas y las instituciones (incluyendo, obviamente, a la monarquía). También a nuestras leyes. «La intolerancia y la exclusión no pueden caber en España», ha afirmado. No hay, en esta ocasión, referencias a las reformas pendientes, ni a la actualización de normas, ni a los desafíos políticos. Felipe VI parece que le pide a la política que no se entretenga en divergencias o contingencias, ni se distraiga —según el monarca— en lo accesorio o lo inútil. O en lo que nos divide. Casi parece pedir a la política que no moleste: «espero que podamos recuperar la serenidad (tras este año) y que los ciudadanos puedan llevar adelante sus proyectos de vida». Es decir, que la política (y los políticos) no sean protagonistas. La influencia del marianismo es indiscutible en estos pasajes.
Felipe VI ha evitado las palabras duras, ha sido un ejercicio consciente de soft power, un ritual de elongación del poder. En el año en el que ha sido más Felipe.es que nunca, resulta casi normal que haya sido trending topic durante toda la tarde, aunque haya sucedido antes del discurso, gracias a la gracia de nuestra guasa digital nacional. Esta nueva viralidad —de lo no pronunciado— es un ejemplo de la nueva realidad de la que habla el monarca. Es la posrealidad en tiempos de posverdad.
Publicado en: El País (24.12.2016) (blog Micropolítica)
Fotografía. Compare Fibre en Unsplash
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