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Miedo al diálogo

La semana política española ha acabado con el desaire mutuo y recíproco entre los presidentes Mariano Rajoy y Carles Puigdemont. El cruce de acusaciones, desmentidos y reproches es impropio en un escenario tan necesario de liderazgos políticos. Quizá ha llegado la hora, antes de hablar de los temas, de prestar atención a las condiciones que hacen posible hablar de cualquier agenda, incluso la más espinosa. Y trabajar, desde todas las partes y desde todos los ángulos, en crear la cultura y el clima que hagan posible que el diálogo (y el previsible pacto o acuerdo) sea siempre mejor que la ruptura del mismo. Cuando este se rompe, todo puede romperse.¿Cuáles serían, a mi juicio, las claves que harían posible que el diálogo político avanzara?

Voluntad política. El diálogo entre opositores y adversarios siempre conlleva riesgos. La única manera de superarlos es con voluntad política y determinación. Sin voluntad, el diálogo —como método y objetivo— nunca tiene la fuerza decisiva para imponerse. Esta energía, la que impulsa a dar el paso decisivo, el apretón de manos o la firma de un compromiso, es imprescindible para superar las dificultades que, siempre, existen en un contexto adverso y complejo. La sabiduría popular dice que dos no se pelean si uno no quiere. Es, probablemente, cierto. Pero dos no acuerdan si ambos interlocutores no quieren.

Interés general. El diálogo se impone como método de resolución de los conflictos cuando es el preámbulo del pacto: sea del acuerdo o del desacuerdo. El diálogo se mantiene y se desarrolla cuando los interlocutores, por encima de sus legítimos intereses y convicciones, coinciden en que el interés general es un bien superior a preservar y cuidar. Esta convicción política es propia del liderazgo. El reconocimiento del diálogo político —y sus pactos adicionales— como bien público y democrático es lo que diferencia a los líderes de los gestores de contingencias.

La conciencia del límite. El diálogo no nace del cálculo de las fuerzas, sino de la conciencia del límite del poder, de todo poder. Comprender que nunca hay la suficiente fuerza para imponer una visión o una realidad es lo que anima a los adversarios al diálogo. Por separado son fuertes. Juntos, probablemente, mucho más. Las trincheras siempre reconfortan a los inseguros. El campo abierto es para los audaces. Es muy diferente. En campo abierto, tus fortalezas son el punto de encuentro, no el punto de salida. Y esta limitación solo es virtud para los lúcidos y para los líderes conscientes de su responsabilidad.

La responsabilidad indelegable. El diálogo es posible cuando hay conciencia de responsabilidad generacional e histórica. Aplazar los conflictos —el acuerdo sobre los mismos— es propio de los que no tienen seguridad en sus convicciones y esquivan sus obligaciones de responsabilidad política. La pequeña historia está llena de líderes que pasan palabra. La gran historia es para los que la toman. Esta responsabilidad del momento, del contexto y del servicio público anima a los rivales a acuerdos en el presente, que sean la base del futuro. Renunciar al hoy, aplazando el futuro —negando el presente— es irresponsable e insensato.

El miedo y la pedagogía. El diálogo obliga a los interlocutores a la pedagogía. Hay que explicar que los mínimos son razonables, deseables y beneficiosos. Explicar que hacer posible lo necesario es lo mejor. Dialogar no significa renunciar a los ideales, sino aceptar que estos no son imponibles unilateralmente, ni aislados del compromiso. Los líderes deben escoger: entre la pedagogía del acuerdo o la estética irredenta.

El acuerdo es democrático. Encallar, enquistar, pudrir los conflictos no lo es. Los líderes están obligados al diálogo, aunque no lleguen los acuerdos. Están obligados a que el siguiente relevo encuentre la posta en mejores condiciones, no en peores. Esta consciencia democrática de que la responsabilidad política consiste en intentar el acuerdo, mantener los puentes del diálogo y, en cualquier caso, dejar mejor la situación encontrada, es un deber democrático. Irrenunciable. Inexcusable. Exigible.

El respeto al adversario. A la persona, a su cargo, a lo que representa. No hay diálogo sin respeto. Sin comprensión de la alteridad. Este respeto es una garantía compartida. No se trata de renunciar a ideales u objetivos. Pero la gama de matices que existe en la progresividad, así como la temporalidad para su desarrollo, permiten ingenierías políticas para el acuerdo. Nadie renuncia a lo que es, ni a lo que piensa. Pero está dispuesto a posponerlo temporalmente, o a limitar la discrecionalidad, a cambio de acuerdos y pactos que resuelvan los problemas. No hay otro camino. Nadie renuncia a sus principios, pero acepta avanzar en lo intermedio. ¿Es esto ceder? El verdadero patriotismo es el compromiso, no su ausencia.

La creatividad política. Todo acuerdo es, siempre, un ejercicio de claridades y, también, de ambigüedades. De palabras y de silencios. Tantos —de ambos— como sean necesarios para la pedagogía de las partes, para sus equilibrios y sus intereses. Se trata de crear certezas y percepciones compartidas. Acuerdos y garantías. Públicas y discretas. Sí, también discretas, si fuera necesario. La política necesita compromisos y estos reclaman —a veces— tanta luz como claroscuros democráticos.

Publicado en: El País (blog Micropolítica)

Enlaces asociados:
Entrevista íntegra de Pedro Piqueras a Mariano Rajoy en Informativos Telecinco: «¿Qué les decimos ahora a los que han sido absueltos en el caso Nóos?» (20.02.2017)

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