«Existen dos maneras de ser engañados.
Una es creer lo que no es verdad,
la otra es negarse a aceptar lo que sí es verdad».
Soren Kierkegaard
Existe una opinión muy extendida de que cambiar de opinión no es fácil, ni rápido, ni cómodo. La convicción íntima de que nuestros prejuicios son poderosos refugios está muy instalada. Además, en su versión sublimada, no cambiar de opinión sigue siendo una opción revestida de categoría moral: la de la coherencia y la constancia. Así, lo que es una posible virtud se convierte en creencia inamovible e invulnerable a los hechos o argumentos que la desmientan o la contradigan. O, finalmente, nos sitúan en el terreno de la fe más que en el de la razón. Marcel Proust lo definía muy bien: «Los hechos no penetran en el mundo donde viven nuestras creencias, y como no les dieron vida no las pueden matar; pueden estar desmintiéndolas constantemente sin debilitarlas, y una avalancha de desgracias o enfermedades que una tras otra padece una familia no le hace dudar de la bondad de su Dios ni de la pericia de su médico».
Recientemente, la prestigiosa revista Scientific American ha publicado un estudio de Philip Pärnamets, investigador postdoctoral en psicología en la New York University y en el Karolinska Institutet, y de Jay Van Bavel, profesor asociado de psicología y neurociencia en la New York University, que demuestra cómo nuestras preocupaciones colectivas —identidad de grupo, valores morales y creencias políticas— alteran nuestras percepciones y evaluaciones del mundo que nos rodea.
Ambos investigadores realizaron un reciente experimento en el que demostraron que es posible engañar a las personas para que cambien sus opiniones políticas, por ejemplo, con argumentos morales. «De hecho, conseguimos que algunas personas adoptaran opiniones que eran completamente opuestas a sus ideas originales. Nuestros resultados implican que debemos repensar algunas de las maneras en las que pensamos acerca de nuestras propias actitudes, y cómo se vinculan al actual clima político altamente polarizado», afirman en la presentación de sus resultados.
El experimento se basa en un fenómeno conocido como ceguera de elección (choice blindness), descubierta en 2005 por un equipo de investigadores suecos. Presentaron a los participantes dos fotografías de rostros y les pidieron que escogieran la que pensaran que era más atractiva, entregándoles dicha fotografía. Emplearon entonces un inteligente truco inspirado en los espectáculos de magia: cuando los participantes recibieron la fotografía esta había sido cambiada por la fotografía de la persona no escogida por ellos (la fotografía menos atractiva). Extraordinariamente, la mayoría de los participantes aceptaron esa fotografía como su propia elección y procedieron a dar argumentos acerca de por qué habían escogido ese rostro en primer lugar. Esto reveló un desajuste sorprendente entre nuestras elecciones y nuestra habilidad para racionalizar sus resultados. Es decir, cambiar racionalmente de opinión es muy difícil, mantener la opción prejuiciosa es, sorprendentemente, fácil… y manipulable o vulnerable, aunque acabe, finalmente, cambiando nuestra primera opción.
Pärnamets y Van Bavel han experimentado, también, con temas políticos y el resultado es que las personas tienen «un grado de flexibilidad bastante alto en cuanto a sus visiones políticas, una vez que eliminas las cosas que normalmente hacen que se pongan a la defensiva». Sus resultados sugieren que tenemos que repensar lo que significa mantener una actitud (política). Es decir, si se consigue —por medio de la persuasión o la manipulación— que cambiar de opinión no sea un cuestionamiento de la propia identidad, las posibilidades de que esto suceda son cada vez más altas. Nuestras afirmaciones son, en realidad, reafirmaciones de nuestras convicciones.
Las visiones del mundo desde lo ideológico están retrocediendo frente a las visiones del mundo desde lo moral. Los mensajes morales y emocionales sobre temas políticos polémicos, como el control sobre las armas y el cambio climático, por ejemplo, se extienden más rápido que entre redes ideológicamente similares. La burbuja del algoritmo, con su efecto eco y homogeneizador, acentúa el protagonismo de los argumentos morales y emocionales por encima de los ideológicos y racionales. Los cruzados están ganando el espacio a los activistas. La fe avanza, la razón no encuentra su espacio. «Pienso luego existo», era el planteamiento filosófico de René Descartes. Quizá hay que empezar a aceptar que, para una creciente mayoría de personas, el argumento es: «Creo, luego pienso».
Publicado en: La Vanguardia – Tecnopolítica, 12.12.2018)
Artículos de interés:
– La burbuja política o cómo las redes multiplican la colisión entre quienes piensan distinto (Cristina Sáez. La Vanguardia, 9.12.2018)
– Social Media, Political Polarization and Political Disinformation: A Review of the Scientific Literature (Hewlett Foundation, marzo 2018. versión .PDF)
Siento luego pienso, y lo que siento parte muchas veces de nuestras creencias.
Muy cierto esta reflexión, creo que hemos separado el pensamiento funcional temporal de la coherencia profunda y trascendente,desoyendo la conciencia, ignorandola, desplazandola, olvidandola, en lo personal y en lo colectivo. Incluso sesgando el significado amplio de las palabras. Ejemplo: algunas personas oir «bien común » , solo les suena a comunismo, es el resultado de una encuesta que hice recientemente…
Gracias por tu aportación