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El color y la política

Centenares de miles de residentes de Hong Kong, la mayoría vestidos de negro, abarrotaron las calles de la ex colonia británica, en protesta por la propuesta de ley que permitiría enviar a algunos sospechosos de delitos a la China continental para ser juzgados allí. Las primeras protestas fueron duramente reprimidas por la policía, lo que provocó que estas aumentaran y que saliera a la calle un millón de personas. Todas ellas vestidas de negro, como si estuvieran de luto, logrando un gran impacto en miles y miles de fotografías y vídeos, lanzados a las redes sociales.

De noche, además, las luces de los teléfonos móviles contribuyen a generar imágenes todavía más impactantes. Porque en una sociedad de la instantaneidad, donde prima la atención a la información, si no hay imagen, parece que el hecho no existe.

De ahí la importancia del uso del color como identidad propia, para llamar la atención, para mostrar un sentimiento de comunidad («no estamos solos») y generar, a su vez, imágenes potentes que puedan traspasar pantallas y redes y llegar a mucha otra gente, de modo rápido. En comunicación —y en comunicación política en particular—, el simbolismo es importante. La contundencia del lenguaje no verbal, la fuerza cada vez más viral de las imágenes y la radicalidad conceptual de determinadas acciones son una vía para el desarrollo de nuevas campañas e iniciativas que sustituyen la palabra por el símbolo o, en determinadas ocasiones, por un color que representa a ese símbolo.

En Hong Kong, ahora, es el color negro (hace 5 años se trató de un objeto: el paraguas, otro elemento usual en protestas). En Ucrania, se utilizó el color naranja. La noche del 21 al 22 de noviembre de 2004, el pueblo de Ucrania se echaba a las calles. Muchos no aceptaron el resultado de unas elecciones que consideraron fraudulentas y que daban la victoria al candidato pro-ruso y azul Viktor Yanukóvich.

A este movimiento popular se le conoció como la revolución naranja, ya que la gente llevaba prendas del color del líder proeuropeísta, Viktor Yúshenko. Sus banderas y sus bufandas se veían mucho más que la propia presencia de sus seguidores. Por eso, la solución más útil surgió de quienes tomaron millares de bolsas de basura naranjas. Tras abrirles unos orificios para la cabeza y los brazos, las distribuyeron entre los manifestantes: la prenda impermeable facilitó que sus electores permanecieran en vigilia permanente frente al fraude, a temperaturas bajo cero. La televisión hizo el resto. El color naranja permitió —rápidamente— unir a la mayoría de los ciudadanos en una nueva identidad nacional. La del color del cambio. El color de la complicidad.
Pero el amarillo, en los últimos años, ha entrado con fuerza en el imaginario político internacional. El color amarillo, al contrario que el rojo (izquierdas) o el azul (derechas), se asocia en la mayoría de los países europeos a los partidos liberal-demócratas, es decir, partidos transversales (que no se encuadran en el espectro izquierda-centro-derecha) sino que tienen una ideología política liberal, en política económica; aunque, al mismo tiempo, el amarillo se ha ligado con la defensa de los derechos civiles en todo el mundo. Así, desde 2011 lo estamos viendo, cada vez más, relacionado con protestas, manifestaciones y movimientos sociales. Por ejemplo, en el 15M; asociado a los Hermanos Musulmanes en Egipto, tras el golpe de Estado; o al movimiento del 4% en República Dominicana, exigiendo que ese porcentaje del PIB se destinara a educación. Fue también el color protagonista de la Vía Catalana de 2012 y de muchos otros movimientos reivindicativos a nivel internacional, como, por ejemplo, la lucha nacional del Tíbet contra el gigante chino. En Cataluña, políticos y simpatizantes de los partidos independentistas lucen lazos amarillo, desde octubre de 2017, para protestar por el encarcelamiento de varios ex consellers del Gobierno, de la presidenta del Parlamento catalán y de los líderes de ANC y Òmnium Cultural. A finales de 2018 y principios de 2019, este color también fue usado en Francia por los «chalecos amarillos».

El uso de un color permite generar comunidades, definir identidades y lograr una visibilidad que no sería posible sin este elemento. Un factor clave a considerar en las grandes protestas del futuro.

Publicado en: La Vanguardia (25.06.2019)

Enlaces de interés:
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