El debate sobre el carácter transformador y resiliente de los comportamientos colectivos está cada vez más extendido en el ámbito de las políticas públicas. Intuimos que la capacidad normativa o reguladora sobre la actividad social y económica puede no ser suficiente para defender —y garantizar— el interés general y el bien común. La complejidad de la realidad, la enorme dificultad de los retos a los que nos enfrentamos, y la fragilidad y la limitada fortaleza de la política democrática nos empujan a reflexionar sobre qué tipo de poder y cuánto poder necesitamos para afrontar con éxito los desafíos de nuestras sociedades.
En este punto, emerge la convicción creciente de que sin grandes complicidades sociales, individuales y colectivas, no hay capacidad real de hacer cambios, mantenerlos y sostenerlos, y todavía menos de profundizar en ellos. Ha llegado la hora del poder del comportamiento. Es decir, la capacidad de generar mayorías irreversibles —para conquistar retos y ampliarlos— gracias a fuerza de la suma de comportamientos individuales que marquen la diferencia y la hagan decisiva. Decía Aristóteles que «somos lo que hacemos cada día; de modo que la excelencia no es un acto, sino un hábito».
La pandemia ha puesto en evidencia que regular el espacio público o el comportamiento privado es de una enorme dificultad, más allá de los imprescindibles debates jurídicos y políticos sobre la regulación de la libertad, por ejemplo. Al final, no hay normas, ni policías, ni jueces, ni sanciones suficientes para convencer de la bondad y utilidad de medidas decisivas para frenar la epidemia como las mascarillas, la distancia social o la higiene de manos.
¿Qué liderazgo político y qué políticas pueden convencer a la ciudadanía de cambios profundos de comportamiento? Sin lugar a duda, la ejemplaridad y la fuerza moral y ética de nuestros dirigentes tiene una enorme responsabilidad en este desafío. Peter Drucker ya lo advertía: «Administrar es hacer las cosas bien, liderar es hacer las cosas correctas». Hacer lo correcto sólo es posible cuando se admira, se respeta y se desea emular a quien promueve una medida o lidera un comportamiento público. Sin respeto ciudadano, la política no tiene poder, sólo —quizás— algo de fuerza. El poder hoy no es la capacidad de este para que sus propuestas sean acatadas, sino que sean aceptadas, asumidas e incorporadas en el comportamiento individual.
Los pequeños empujones que promueven y favorecen pasos en la buena dirección son determinantes. El Behavioural Insights Team (la organización británica que convierte las lecciones de la psicología del comportamiento en políticas públicas) tiene un largo historial de éxitos, como el envío de mensajes personalizados para aumentar la recaudación impositiva, la inclusión de etiquetas de colores en la información nutricional para provocar cambios en los hábitos de consumo o el uso de la opción predeterminada para que las personas se inscriban como donantes o adquieran un plan de pensiones.
El verdadero poder hoy no es su fuerza coercitiva, sino su fuerza ejemplar. ¿Tenemos los líderes necesarios para esta capacidad pedagógica e inspiradora? El gran reset que necesitamos pospandemia pasa por una regeneración de la concepción del interés general que no sea exclusivamente una responsabilidad pública de administraciones e instituciones. La auténtica eficacia radica en la convicción cívica de cada persona.
Lo público no empieza en la vía pública. Lo público empieza en la intimidad privada de cada acto, para convertirlo, definitivamente, en un hábito de excelencia, aunque sea tan aparentemente insignificante como lavarse las manos. Ahí es donde el interés general se la juega: donde nadie te ve.
Publicado en: La Vanguardia (10.12.2020). RESET (13)
Fotografía. Sydney Rae para Unsplash
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Eres lo que dicen de ti cuando no estás delante. Qué lástima perderse esa maravillosa fuente de aprendizaje!!
Imponer – Convencer, son antónimos, aunque nos los quieran vender como sinónimos.