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Mejor la esperanza que la utopía

Una serie de encuestas publicadas recientemente nos alerta de la valoración muy negativa que hace la mayoría de la ciudadanía del clima de crispación política en España. El electorado es muy severo en su juicio y, quizás, no le falta razón. La ciudadanía cree que el encono político, las mentiras, las descualificaciones personales y la agresividad verbal no solo degrada a la política actual y a sus protagonistas, sino que deteriora la democracia, las instituciones y el interés general. Y más aún: cree que la crispación impide atender con seriedad a la grave crisis sanitaria, social y económica a la que nos enfrentamos.

La polarización avanza y abre grietas invisibles, pero profundas. El riesgo de vetos cruzados, apriorismos sectarios y animadversión política aumenta y se instala con su fétido aroma de intolerancia. Corremos el riesgo de contaminar el debate de odios y rencores que hagan irreconciliables ideas políticas que pudieran ser complementarias o alternativas, pero a las que se despoja de cualquier credibilidad con desprecios ad hominem. Es decir, juzgamos a las personas por ser quienes son y no por sus ideas, actos o comportamientos. Estamos confundiendo adversarios con enemigos.

El clima está enrarecido. España, además de vaciada, va añadiendo adjetivos preocupantes: desigual, segregada, polarizada y, ahora, agrietada. La grieta, a diferencia de cualquier otra división, rompe el suelo común —y no estoy hablando de la unidad territorial—, crea trincheras, resquebraja consensos básicos, hace insalvables las distancias convertidas en abismos bajo nuestros pies y condena a las personas a destinos de beligerancia sin tregua, ni paz. Convierte la victoria imposible de la imposición en una guerra permanente de agresividad sin descanso. La crispación nos arruina moralmente y nos lastra social y económicamente, también.

John Berger, escritor, crítico de arte y pintor británico, escribió una obra especial, Confabulaciones, en el último tramo de su fecunda trayectoria creativa y nos recordaba por qué el lenguaje puede redimir la vida democrática: «La mayoría de los discursos políticos de hoy están compuestos de palabras que, separadas de cualquier criatura de lenguaje, resultan inertes y moribundas. Y estas palabras huecas y pretenciosas barren con la memoria y alimentan una complacencia que prescinde de toda empatía con los demás».

Berger, en este delicado y luminoso libro, dice preferir la esperanza a la utopía. Y no es una diferencia menor afirma el crítico Marcos Mayer. La utopía viene prefabricada, es un modelo con instrucciones, mientras que la esperanza es un territorio por construir. «Por lo cual requiere el encuentro de voluntades que aún ignoran que se proponen y qué deben hacer para salir de un mundo dominado por las finanzas, una clase política que vacía el lenguaje y una prensa repleta de lugares comunes», escribe Mayer. Un territorio por construir, no por conquistar o dominar.

La pandemia, además de arrebatarnos vidas, planes y proyectos, puede contagiarnos de desesperanzas presentes y miedos futuros. La nostalgia acecha con su guadaña. La política debe recuperar la capacidad de crear esperanzas no utópicas. Esperanzas que hagan posible lo necesario. Y urgente lo posible. Si la política democrática nos desampara, para lanzarse a la lucha sin cuartel por el poder, haciendo del lenguaje político un gesto soez, de estilo vulgar, con un tono superficial o un vocabulario hiriente, si eso sucede, el fin está cerca. Recuperar el sentido de las palabras es la primera tarea de la esperanza democrática. Envilecer la confrontación política hasta enlodarla en la crispación nos arrastra. A los contendientes y al público.

Publicado en: La Vanguardia (24.12.2020). RESET (14)
Fotografía: Jon Tyson para Unsplash

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