El 2019 fue considerado, por la mayoría de los think tanks internacionales y los medios de comunicación globales, como «el año de las protestas». Chile, Ecuador, Colombia, Puerto Rico, México, Hong Kong y Líbano fueron algunos de los muchos países con multitudinarias protestas. Unas movilizaciones con diferentes detonantes, como el aumento del billete del metro o el impuesto a WhatsApp, que actuaron como chispas que prendieron en una sociedad altamente inflamable en lo emocional. El polvorín social de la desigualdad y la crisis de representación, largamente acumulado, consolidaron la legitimidad de la explosión ciudadana en las calles. La mecha fueron las redes sociales en una sociedad hiperconectada que hizo posible la irrupción de la protesta global sin aparente conexión entre unas y otras, más centradas en las causas políticas que en las casas políticas y sin liderazgos claros. Pero con algo en común: desconfianza y hartazgo.
El 2020 fue el año de la pandemia, pero eso no impidió que las protestas siguieran desarrollándose. De hecho, el Global Protest Tracker registró más manifestaciones en 2020 que en 2019. El confinamiento y las restricciones de movilidad interrumpieron momentáneamente las manifestaciones callejeras y obligaron al activismo a reinventarse y ensayar alternativas creativas y nuevos usos del espacio público. Sin embargo, esa calma se reveló engañosa y las protestas volvieron a ocupar las calles, sumando incluso reivindicaciones asociadas a la gestión de la pandemia. Al malestar heredado de 2019 se sumaba la incertidumbre, el miedo a lo que viene y el descontento con las respuestas de los Gobiernos. Emociones como capas.
¿Y qué esperar del 2021? Dos recientes informes del Fondo Monetario Internacional (FMI) arrojan algunas pistas sobre lo que podemos esperar en materia de movilización social. Uno de ellos establece una relación directa entre las pandemias y la tensión social posterior. El otro muestra, a partir de un estudio histórico, que las grandes pandemias del pasado provocaron un aumento significativo del malestar social a medio plazo al reducir el crecimiento y aumentar la desigualdad. Los incrementos de la pobreza, la desocupación y la desigualdad dibujan un panorama desolador global, en especial para América Latina. Por ello, la Alta Comisionada de la ONU para los Derechos Humanos, Michelle Bachelet, también alertaba recientemente sobre un posible aumento del descontento y una nueva ola de disturbios sociales en la región. Cabe esperar, entonces, otro año cargado de movilizaciones en Latinoamérica, pero ¿qué características tendrán estas protestas?
Una sociedad nerviosa. A los problemas no resueltos de 2019 se suma, ahora, la fatiga pandémica de una sociedad con paciencia limitada. Ya no hay solo miedo, hay ira y desconfianza hacia el futuro que no parece esperanzador. El presentismo se apodera de la ciudadanía, desprovista de esperanza colectiva en el mañana. A los Gobiernos les quedará muy poco margen para el error. Deberán afrontar los desafíos del proceso de vacunación y la reactivación económica bajo una estricta vigilancia ciudadana.
Los jóvenes seguirán protagonizando las protestas. Una generación que se moviliza por causas y no se identifica con partidos políticos. Son «nativos democráticos», sin deudas ni hipotecas con el pasado e inquietos ante un futuro que es sinónimo de incertidumbre, no de progreso. La crisis que viene es generacional. Los jóvenes sienten que el pacto generacional se rompió desfavorablemente para ellos. Son la primera generación que no está segura de vivir mejor que sus padres.
De lo colectivo a lo conectivo. Según el último reporte de la plataforma Phone2Action, en los últimos años se ha registrado un crecimiento notable de la incidencia digital en el activismo. Todo indica que esta tendencia seguirá en aumento: tecnologías para convocar, organizarse, comunicar, presionar e incluso desafiar a las fuerzas de seguridad. Tecnopolítica como alternativa organizativa, como instrumento de acción y como eficacia comunicativa.
La era de la ira. Posiblemente, también veremos un recrudecimiento de la violencia nihilista y la persistencia de actos vandálicos que opacan otros tipos de expresiones pacíficas —mayoritarias—, algunas de ellas energizadas por la creatividad de los lenguajes artísticos, como ya hemos visto en los últimos tiempos. El ARTivismo se abre paso de manera lúdica y movilizadora.
Si hace unos años, Pankaj Mishra nos advertía sobre el hecho de que la violencia se había vuelto «endémica e incontrolable» y hay quienes relacionan la pandemia con una nueva «era de la ira», entonces hay más motivos para estar preocupados y preparados. El Deutsche Bank, en su informe estratégico de principios de año, ya nos habla de la «era del desorden».
Las protestas líquidas. Y, por último, las protestas seguirán siendo líquidas, sin un liderazgo claro con el que dialogar y sin una única reivindicación, lo que dificulta la gestión del conflicto y los procesos de negociación, y obliga a explorar nuevos mecanismos de resolución.
Cuando la insatisfacción no encuentra un cauce institucional y no hay oferta política capaz de representarla, la protesta es la propuesta y el atajo autoritario o populista puede encontrar un ecosistema fértil. Y en este contexto, los desafíos para la gobernabilidad son muchos y profundos. Comprender las causas estructurales e inmediatas del malestar, desarrollar mecanismos de escucha para anticipar y desactivar brotes de descontento, gestionar las emociones para evitar el desborde y avanzar en la administración democrática del cambio y la demanda social son algunos de los muchos objetivos que tendrán por delante los Gobiernos y los actores políticos y sociales latinoamericanos.
Publicado en: El País (6.03.2021)
Artículos de interés:
– ¿Una revolución tras la pandemia? Hay ira y desigualdad, pero falta organización (Ángel Munárriz. infoLibre, 28.03.2021)
De la colectividad a la conectividad… idea gigante.
Siempre un poco desacuerdo con la idea de fiarlo todo a «gestionar las emociones», gestionar la vida para apaciguar las emociones, diría, aunque tú sabes más.