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La sociedad del cansancio

Todas las conversaciones acaban —y empiezan— igual: ¿Cuándo acabará todo esto, esta pesadilla? No estábamos preparados para la pandemia, ni tampoco para la resiliencia con la que debemos vivirla y vencerla. Nos ha desbordado su irrupción, su intensidad, su duración y su correosa resistencia a ser doblegada. Acostumbrados a que el ser humano dominaba la naturaleza de manera autoritaria —pero con costes dramáticos, como vemos en las consecuencias del cambio climático—, no hemos medido bien nuestra capacidad para enfrentarnos individual y colectivamente a un desafío global como el que representa la pandemia. Estamos sorprendidos, nos sentimos golpeados y cansados. Agotados.

En un artículo reciente, el pensador surcoreano Byung-Chul Han escribía: «En mi ensayo La sociedad del cansancio , publicado por primera vez hace 10 años, describí la fatiga como una enfermedad de la sociedad neoliberal del rendimiento. Nos explotamos voluntaria y apasionadamente creyendo que nos estamos realizando. Lo que nos agota no es una coerción externa, sino el imperativo interior de tener que rendir cada vez más. Nos matamos a realizarnos y a optimizarnos, nos machacamos a base de rendir bien y de dar buena imagen.»

Este cansancio aumenta en nuestra nueva normalidad pandémica. Las videoconferencias no aportan la felicidad del contacto directo, desaparecen rituales y espacios comunes. Los problemas económicos y sociales, asociados a los sanitarios, nos reclaman un esfuerzo adicional sobre cuerpos y vidas que tienen ya una alta exigencia. La ansiedad por vencer, definitivamente, a esta pandemia desborda nuestras emociones y pone a prueba nuestra paciencia personal y colectiva. A las sociedades nerviosas, de las que habla William Davies, hay que sumar ahora las sociedades estresadas de insomnios y sueños frágiles. Estamos atrapados en un agotamiento que dejará consecuencias y huellas profundas en nuestra estabilidad psicológica, como así demuestran el incremento de todos los indicadores sanitarios —y en todas las edades y condiciones— de nuestra salud mental.

Este estrés agotador hace quebradiza y vulnerable nuestra atención: cada vez más caprichosa, breve y discontinua. Sin energía para prestar interés constante a los contenidos, a los problemas o a los retos cotidianos o estratégicos, nos transformamos en superficialmente exigentes e impacientes cognitivos. Las consecuencias en la vida política y en nuestra dimensión ciudadana son especialmente graves. El presentismo y la inmediatez de nuestros comportamientos reduce la política a un fast food de contenidos para alimentar el bucle agotador e impaciente en el que estamos instalados. Hay que tomarse un descanso, serenar el ambiente político para que, entre la señal y el ruido (parafraseando a Nate Silver), podamos establecer una dinámica política menos alterada y espasmódica que nos permita atender las señales serias y reducir, al máximo, el ruido ambiental.

Publicado en: La Vanguardia (29.04.2021)

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