A finales del año pasado, un artículo de la revista The Economist predecía que, tras las victorias de Gustavo Petro y Gabriel Boric, se iba a producir un «giro a la derecha» en América Latina. El vaticinio se apoyaba en la teoría del péndulo democrático y de los ciclos electorales, que hace referencia, precisamente, a este movimiento oscilante del comportamiento electoral: de derecha a izquierda, de izquierda a derecha. Invariablemente. Pero, ¿es así, o más bien debemos pensar en el eje oficialismos frente a oposiciones más que en el eje ideológico?
La realidad es otra. La posibilidad de las alternancias políticas es más cierta y previsible que la posibilidad de las alternativas. O sea: con esperar el turno, con una radical oposición, sería suficiente. En este contexto, los estímulos para construir propuestas alternativas disminuyen frente al botín de oponerse permanentemente. Es más útil para la política partidaria oponerse que fiscalizar, construir alternativa y eventualmente pactar y llegar a grandes acuerdos. Ser simplemente opositor tiene más premio que ser alternativa.
Esto no significa que las sociedades estén cambiando continuamente su matriz de pensamiento y sus creencias. De hecho, hay datos del Barómetro de las Américas que muestran que la autoidentificación ideológica de los latinoamericanos no ha variado en la última década. El comportamiento pendular tiene otra explicación: el triunfo de los opositores. Como bien advirtió Andrés Malamud, en diez de las últimas once elecciones presidenciales latinoamericanas se impuso la oposición. Deberíamos dejar de pintar los mapas electorales de rojos o azules para pintarlos en blancos y negros.
Durante muchos años se creyó que ser oficialismo suponía una clarísima ventaja electoral. Y sí que lo era. La estructura del Estado, el control de la agenda y la capacidad de ejecución de políticas de asistencia eran algunas de las muchas fortalezas que tenía el ser gobierno. Tal es así que un artículo de los politólogos Michael Penfold, Javier Corrales y Gonzalo Hernández demostraba una altísima tasa de éxito de los presidentes en ejercicio, a quienes llamaban «los invencibles». De hecho, hasta hace muy poco, eran solo dos los mandatarios latinoamericanos que, teniendo la posibilidad institucional, no habían logrado ser reelegidos: el nicaragüense Daniel Ortega en 1990 y el dominicano Hipólito Mejía en 2004. Sin embargo, en los últimos años, este grupo se duplicó con Mauricio Macri (2019) y Jair Bolsonaro (2022). Ser gobierno ya no es lo que era. Los ciclos electorales se acortan para los oficialismos. Y el instinto partidario intuye que mostrar una oposición contundente —y furiosa— es el camino más rápido para la alternancia. Adiós a las alternativas.
Diversos estudios ponen de manifiesto un altísimo nivel de insatisfacción política, tanto con el sistema democrático como con el gobierno de turno, sea del color que sea. Según el Latinobarómetro, el 70% de los latinoamericanos está insatisfecho con la democracia y el 73% cree que se gobierna solo para el beneficio de unos pocos. En este contexto, crece el «voto castigo», un voto que juzga y condena la gestión que acaba. El voto sirve para canalizar el enojo. Y los opositores aprovechan este clima efervescente y emocionalmente intenso para canalizar esta irritación. De este modo, cada vez más, las elecciones se convierten en plebiscitos, las campañas en ejercicios colectivos de crítica ad hominem y los votos en mensajes que son generalmente críticos. El riesgo es que estas valoraciones monopolicen el debate y que las propuestas de futuro, que otrora generaban ilusión, sean relegadas a un segundo plano.
Los opositores tienen que hacer frente a la atractiva —y rentable— tentación de hacer una campaña de denuncia que alimente la insatisfacción y el hartazgo social. Una estrategia que, aunque efectiva en el corto plazo, puede luego convertirse en un lastre, si finalmente acaban siendo electos, y generar una incómoda tensión entre las expectativas creadas y los límites de la realidad que toca administrar. Cuando el voto sirve para castigar, el próximo en recibir la ira democrática es el que animó, alentó y se benefició de la indignación. La paciencia democrática es cada vez más corta. Si el voto solo destruye, nunca podrá haber proyectos alternativos. Solo opositores. Proyectos en los que el No sea la única propuesta.
No estamos viviendo una nueva «marea rosa». Ni tampoco viene una ola de derecha. Más bien hay una sociedad crítica y exigente que, ante una nueva elección, reacciona a las gestiones y convierte su voto en una sentencia. Mejor condenar que evaluar. Atención.
Publicado en: El País (12.02.2023)
He pedido la colaboración de Carla Lucena para realizar la ilustración de este artículo.
Artículos de interés:
– La volatilidad del voto (Carmen Gómez-Cotta. Ethic, 7.06.2023). En esta pieza, comparto mis reflexiones sobre el tema. Algunas de las ideas:
La volatilidad empieza a ser una constante, algo cada vez más común en las democracias occidentales. Su existencia es el producto de un proceso gradual de desinstitucionalización, inestabilidad e imprevisibilidad, que origina, además, cambios políticos en la sociedad y en el sistema de partidos de modo secuencial, poco a poco, pero sin freno. Estas transformaciones dejan atrás el bipartidismo de aquellas formaciones capaces de atraer a votantes de distintos espectros ideológicos. Además, los ciudadanos demandan más a los políticos y, cuando estos no responden como se espera, el votante castiga con su voto. Para los expertos, la volatilidad es también un signo de mayor juicio, criterio y experiencia ciudadana. «Indica que la ciudadanía sigue buscando información, que la política y la búsqueda de la candidatura ideal continúan y que el votante no se queda solo con las siglas de los partidos, sino que estos deben hacer más para conseguir su voto», opina Gutiérrez-Rubí. Algo positivo para las democracias, sin duda, pero con un lado negativo: «La ideología pesa menos».