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«Los políticos saben que polarizar logra movilizar y fidelizar, en este orden» (Entrevista para Ethic)

Entrevista con Fran Sánchez Becerril (@fransanchezbe) para la revista Ethic que reproduzco a continuación.

Con las elecciones del 23J a la vuelta de la esquina, una sociedad extremadamente polarizada, unos políticos confrontados con los medios de comunicación que no les bailan el agua y unos acuerdos para conformar gobiernos que parecen coartar libertades, charlamos, sin entrar en valoraciones partidistas, con Antoni Gutiérrez-Rubí (Barcelona, 1960), asesor de comunicación y consultor político. El catalán es fundador y director de Ideograma, una consultora de comunicación con más de 36 años de experiencia, con sede central en Barcelona, que presta servicios de comunicación y asesoría en España y Latinoamérica. Gutiérrez-Rubí acaba de publicar una reedición de su libro Gestionar las emociones políticas.

La sociedad cada vez está más polarizada, pero lejos de intentar calmar los ánimos, los políticos de todos los partidos no parecen contribuir a frenar esto. ¿Cómo hemos llegado a este punto?

A lo largo de los últimos años, la psicología social ha demostrado que cada vez nos resulta más difícil aceptar ideas que son ajenas a nuestro esquema de valores. Nos refugiamos en burbujas informativas y nos relacionamos con personas que piensan como nosotros, o, al menos, que no desafían nuestra visión del mundo. Esta conducta acomodaticia es el germen de la polarización política y somos más responsables de ella de lo que nos gustaría admitir. Para Jonathan Haidt, en su libro Por qué la política y la religión dividen a la gente sensata (2012), la polarización política es, en realidad, una «polarización moral». Lo que nos diferencia no es tanto la ideología, mucho menos el programa electoral de los partidos, sino el conjunto de valores que nos define. Los progresistas tienden a ser más abiertos y a identificarse con valores como la igualdad y la justicia, mientras que los conservadores suelen tener una mayor resistencia al cambio y se sienten representados por valores como el respeto, la lealtad o el patriotismo.

Lo cierto es que nos cuesta debatir con personas que piensan de manera diferente y mucho más admitir que estamos equivocados e incorporar sus puntos de vista. Yo añadiría, además, el concepto de la pérdida de la empatía. Esta implica la capacidad de comprender y compartir las emociones, experiencias y perspectivas de los demás, incluso cuando difieren de las propias. Implica, especialmente, tender puentes entre diferentes maneras de ver el mundo, de entender la política. Considero que no se puede gobernar una sociedad a la que no se entiende. Y ningún político debería hacerlo si no sabe ponerse en los zapatos de su ciudadanía, entender sus preocupaciones y sus necesidades. Sin puentes, aumenta también la emocionalidad, la polarización, la desconfianza y la brecha entre gobernantes y gobernados, desaparecen los puntos de encuentro y el vacío entre distintas maneras de pensar se hace cada vez más grande. Sin empatía la democracia deja de ser sana y funcional, porque se deja de comprender a la ciudadanía.

¿La polarización de la sociedad es una herramienta clave para algunos partidos para poder ganar votos en las próximas elecciones?

El maniqueo blanco o negro es muy atractivo. Nos suministra seguridad y orgullo. Aunque sabemos —intuimos, sospechamos— que es en los matices de los grises donde está la verdad (o su búsqueda), preferimos el tranquilizador atajo binario porque no soportamos la «tiranía de la elección»: la que afirma que, cuanto mayor es el número de alternativas, más difícil nos resulta decidirnos. Si ya no existe la oportunidad de parar o resetear nuestro posicionamiento o comportamiento, lo que hacemos es redoblar nuestras creencias. Y, en lugar de emprender un camino distinto o alternativo, justificamos el camino en el que estamos. Rectificar tiene un coste psicológico difícil de soportar. Los políticos saben que polarizar logra movilizar y fidelizar, en este orden. A corto plazo, es una buena estrategia electoral, a medio y largo plazo no lo es, porque destruye y separa, y es mucho más complicado después construir confianza y unir sociedades.

¿Qué riesgos reales tiene para la democracia el distanciamiento social tan virulento que está ocurriendo?

Una democracia frágil es vulnerable y puede sucumbir al desafiante avance de la cultura autocrática. La fragilidad democrática es una preocupación constante y común en todo el mundo. A pesar de que la democracia sea considerada uno de los sistemas políticos más efectivos para garantizar nuestros derechos y libertades, también se muestra muy vulnerable actualmente a amenazas internas y externas, como pueden ser la polarización política, la corrupción, el debilitamiento de las instituciones democráticas, la limitación de la libertad de expresión o la erosión de la confianza en los procesos electorales, entre otras muchas. El problema estriba en que, aunque la estabilidad de la democracia esté en riesgo, la ciudadanía dosifica y enfoca su energía en la lucha diaria por sus necesidades, cotidianas y apremiantes. Proteger la democracia y asegurar que continúe siendo una fuerza motora y positiva para el bienestar colectivo, exige vigilancia permanente, fiscalización y exigencia de rendición de cuentas, participación y compromiso activo en la vida política, social, cultural… demasiados requisitos en un momento de desafección, desilusión y desconfianza.

Además, la preferencia por el autoritarismo crece a menor edad. Visto desde otro ángulo: las generaciones que mejor conocieron y más de cerca vivenciaron los regímenes dictatoriales son las que más se alejan del autoritarismo y las que más se acercan a la democracia como forma de vida. Ello también tiene que ver con la fragilidad democrática. La pérdida del atractivo de la democracia y la libertad, en términos liberales, avanza. Y su reacción debe ser inmediata, organizada e inteligente. Todo ello, sin renunciar a los mejores valores democráticos y haciendo un ejercicio de autoexigencia que nos permita derrotar al autoritarismo —político y sociológico— e incluso fortalecer, ensanchar y mejorar los bordes de nuestras democracias.

En elecciones anteriores la palabra «populismo» estuvo presente en la boca de muchos políticos, sin embargo, con el tiempo se ha perdido, ¿se ha acabado el populismo o se ha desgastado esta palabra, algo que podría tener consecuencias negativas?

El populismo, en su versión más zafia, nos propone soluciones rápidas, únicas, simples y fáciles. El camino más directo para la antipolítica y el error colectivo.  No hay nada en nuestros retos políticos —sean territoriales o sectoriales— que se pueda abordar así. El filósofo Daniel Innerarity afirma que: «Los conflictos se vuelven irresolubles cuando caen en manos de quienes los definen de manera tosca y simplificada». No es que el populismo haya dejado de existir. Al contrario. Se trata de que se divide ideológicamente, más que por si se usa o no el populismo, ya que ello se da por descontado.

¿Puede realmente la fecha del 23J, al ser un periodo vacacional, ocasionar que una gran masa de población elija su voto como castigo?

Creo que esa opción ya existe, haya o no haya periodo vacacional. Sin embargo, habrá que ver cuanto aumenta la abstención y cuánta de la gente que no se abstiene y que se moviliza para votar realmente quiere dar un voto de castigo, —un voto mucho más emocional y contextual— que no un voto más racional e ideológico.

¿El miedo a «lo terrible», hará que mucha gente vote a lo que considera «menos malo»?

En lugar de comprender su magnetismo y su seductor lenguaje y armado formal y estético, la pereza intelectual prefiere el tópico del «¡no pasarán!», como si esta nueva derecha fuera un revival de las reaccionarias del siglo pasado. Pero el miedo ya no da miedo. O al menos no como único movilizador del voto anti. Para muchos electores que viven —o sienten— que su metro cuadrado, sus expectativas presentes (y mucho más las futuras) no tienen horizonte de superación, la frontera entre estar mal o muy mal no es movilizadora. Para quien no tiene nada, ¿qué significa estar peor? Para quien considera que su mundo es perdedor o ignorado por la política tradicional, el miedo significa otra cosa. ¿Cómo pueden estar peor de lo que ya están?

Además, hay que sumar a todo ello la falta de cultura política: la banalización del fascismo, la relativización moral, y la falta de cultura democrática profunda transforma en superficial el relato peligroso de la derecha radical. El miedo es menor y, en generaciones que no han vivido épocas dictatoriales, casi nulo. Competir contra lo nuevo con las lógicas del pasado es melancólico e inútil. La política tradicional —conservadora y progresista— debe rearmarse inteligentemente para confrontar con un populismo reaccionario que no da miedo, aunque esto nos escandalice. Este populismo ofrece esperanza inmediata, atajo rápido y soluciones fáciles y directas. ¿Qué más se puede pedir cuando el futuro ha dejado de ser superador y el presente es decepcionante? Cuando el miedo a lo desconocido es menor que el miedo —y la desesperanza— de lo que ya se conoce… la posibilidad de que irrumpa lo impensable es más cierta de lo que nos podemos imaginar.

¿El auge de la ultraderecha está dando alas al bloque progresista?

Eso es al menos lo que intenta la izquierda. Sin embargo, la tentación de usar un repertorio de tópicos agotado e insuficiente para analizar y competir con fenómenos nuevos forma parte de la incapacidad de la política formal y tradicional. Alguna izquierda sigue mirando estas realidades desde la atalaya de la arrogancia intelectual y la superioridad moral. Esta izquierda, por incapacidad o por comodidad, prefiere usar el catálogo del miedo —con todas sus variantes— para alertar y ahuyentar al electorado del poderoso atractivo de este tipo de populismo tan eficaz. «Nosotros —la izquierda, los académicos, los profesores— hemos abandonado la política en manos de aquellos para quienes el poder real es mucho más interesante que sus implicaciones metafóricas», escribió Tony Judt en El refugio de la memoria.

¿En qué consiste esto de la «democracia emocional» y cómo puede cambiar el sentido del voto?

Para profundizar en el concepto, recomiendo el libro La democracia sentimental: política y emociones en el siglo XXI, de Manuel Arias Maldonado. Para el autor, el populismo, la xenofobia y el nacionalismo son muestras de la tendencia a la sentimentalización irracional de las demandas ciudadanas, son fenómenos que tienen un efecto directo y dañino sobre la calidad de la conversación pública, ya que «apuntan en una misma dirección: hacia un movimiento de introversión agresiva dominado por las emociones antes que por la razón».

Niall Ferguson, historiador británico, señalaba que «ya no vivimos en una democracia. Vivimos en una ‘emocracia’, en la que las emociones mandan más que las mayorías y los sentimientos cuentan más que la razón. Cuanto más fuertes son tus sentimientos, más fácil los transformas en indignación y más influyente eres». ¿Cree que en la actualidad mandan más los mensajes sentimentales vacíos que las propuestas serías (que quizá son más aburridas)?

Como destaco en mi libro, Gestionar las emociones políticas, la emocracia, como señala Ferguson, podría ser la línea roja para la comunicación y la política. Ignorar los sentimientos es grave. Sobreexcitarlos para su utilización política es peligroso. La historia da fe de ello. A lo largo de estos años, hemos visto como un renovado interés por las emociones y las percepciones como elementos centrales de la comunicación política se abre paso con fuerza en todo el mundo. Para hacer frente a los mensajes sentimentales vacíos, a la manipulación que el populismo hace de los sentimientos de la gente, la política solo tiene un camino: buscar la empatía y dejar de perseguir la simpatía. Menos seducir y más ponerse en el lugar del otro. La reconexión de los ciudadanos con las instituciones pasa porque los políticos encuentren esa vinculación emocional con la gente. Si no lo hacen ellos, lo hará la pospolítica.

¿Es un peligro para la democracia que la gente se deje llevar tanto por las emociones?

Hay un momento de quiebre. Un instante —irreversible— en el que la conexión entre el líder político y el electorado se rompe de manera irreparable. Hasta ese punto, los enojos y los aplausos pueden convivir en un balance soportable, con altibajos, sin riesgo para la confianza. Pero cuando se produce un desgaste continuado de credibilidad, llega el momento decisivo en el que el elector pierde el respeto al representante y la reconexión es imposible. Estas rupturas casi nunca son, estrictamente, por razones objetivas, sino por una suerte de interiorización del desengaño, el cansancio o la desconfianza. Más que errores, lo que rompe el cordón vinculante son las decepciones. Es decir, emociones más que razones. Porque el vínculo emocional lo es todo en política. No es posible ejercer el liderazgo —con sus dosis de ejemplaridad y ética públicas— sin esa conexión que permite aceptar la autoridad y confiar en el interés general que debe inspirar la acción de cualquier líder. La desafección se da la mano con la crispación, la aceleración y la polarización.

En este mundo pospandémico que se vislumbra, más incierto y con mayor desigualdad, los populismos que atizan el miedo y el discurso del odio pueden conquistar nuevos espacios. Tendemos a pensar que el mundo emocional es más superficial, epidérmico y efímero. Pero las decisiones racionales están profundamente influenciadas por nuestro cerebro emocional. La política se enfrenta a un desafío que debe ser más inspirador que imperativo, más ejemplar que coercitivo.

Publicada en: revista Ethic (3.07.2023)

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