Despertarse después de un mal sueño o una mala noche cuesta. Mucho. Abrir los ojos, levantarse y tomar conciencia de la realidad se convierte en un ejercicio complejo y, hasta cierto punto, incierto e imprevisible: puede ser sereno, feliz o desagradable. Tedioso o motivador. Puedes preguntarte (con ilusión o responsabilidad) qué vas a hacer hoy o, por el contrario, sentir como una opresión o un sacrificio el despuntar del nuevo día.
En política, espabilarse es siempre una oportunidad, por dolorosa que sea. Pero el riesgo de deambular, de avanzar, sin despertarse —realmente— es un grave problema: «Se ha apoderado de él la autoconfianza de un sonámbulo», escribió Amos Oz en su libro La caja negra. Esta autoconfianza acrítica, desconectada del entorno, dormida, aunque erguida, ausente en su caminar casi espectral, genera una política sonámbula. El peor de los escenarios. Es como el rey desnudo de la fábula de Hans Christian Andersen en su célebre obra El traje nuevo del emperador. Todos ven lo que el protagonista no ve o no es consciente: su desnudez o su sonambulismo.
Los liderazgos políticos deben evitar que su confianza se transforme en arrogancia y miopía política. Si se rodean de equipos obsecuentes, con afinidades exclusivamente personales o ideológicas, es posible que su consejo sea inútil por irreal, inexacto e ineficaz. Despertarse, abrir bien los ojos es la condición necesaria para un buen gobierno o una buena política. Y, en especial, para una buena reacción.
En política, la realidad casi siempre es tozuda, testaruda. Nos desconcierta que no se adapte a nuestros deseos o voluntades. Que no se transforme a la velocidad y con la intensidad de nuestros propósitos y empeños. Ayn Rand, la filósofa y escritora rusa, nacionalizada estadounidense, que desarrolló un sistema filosófico conocido como objetivismo, lo define muy bien: «Puedes ignorar la realidad, pero no puedes ignorar las consecuencias de ignorar la realidad».
El sonambulismo político es una negación, así como el prejuicio. Los prejuicios nunca ayudan a comprender ni los contextos, ni a los rivales. Además, distraen, alimentan los propios sesgos e impiden analizar ponderadamente. La única manera es vacunarse, siempre, contra la arrogancia intelectual. Si el prejuicio no sirve, peor el desprecio.
Publicado en: La Vanguardia (14.09.2023)
He pedido la colaboración de Carla Lucena para realizar la ilustración de este artículo.
Recuerda que eres mortal…. y se olvida tan fácil.