En los años cincuenta y hasta la década de los setenta surgió el brutalismo, un estilo arquitectónico que reivindicaba el valor estético de las estructuras y elementos constructivos. Una propuesta que ofrecía la belleza bruta de los materiales, sin concesiones estéticas al adorno o al revestimiento. El brutalismo emergió, también en las artes plásticas, como una expresión profundamente arraigada en sentimientos y emociones, y se caracterizaba por su audaz desapego de la búsqueda de lo fácil o cómodo. Fue una reacción de las nuevas generaciones en contra del optimismo y la frivolidad que, a menudo, dominaban el diseño comercial contemporáneo.
En un mundo marcado por la superficialidad en muchos ámbitos, el brutalismo aboga por una autenticidad cruda, desafiando las convenciones y resaltando la importancia de la profundidad y la verdad, sin concesiones, sin máscaras, sin maquillajes.
Esta corriente artística y arquitectónica que, desde el propio nombre que la identifica, lanza una propuesta frontal y de fuerza puede ayudarnos a explicar el atractivo de la brutalidad en la política actual. En todo el mundo emergen discursos y perfiles políticos que, más allá de disputar y desafiar la hegemonía del lenguaje correcto, han descubierto en el grito, el insulto o la locuacidad extrema una materia prima —no elaborada— de las palabras. Si la corrección política emplea palabras, la insurrección e insumisión políticas usan gritos, escupen conceptos, vomitan exabruptos. Pasamos de la sonrisa homologable a la mueca desaforada y agresiva.
En su ensayo No society. El fin de la clase occidental (2019), el geógrafo francés Christophe Guilluy destaca que «la desaparición de la clase media occidental no se mide solo mediante indicadores económicos y sociales, sino también y sobre todo por la pérdida de un estatus, el de referente cultural». Aquí hay, quizás, algunas de las claves que explicarían el atractivo de la grosería política. A la decepción y desconfianza de amplios sectores que se transforman en ira y bronca social, la respuesta que mejor conecta es el grito brutal. Un grito que desafía el silencio respetuoso, acomodaticio, resignado y que rompe —sonoramente— los convencionalismos políticos. Por eso gritan: no para que se les escuche, sino para desafiar el orden establecido.
Publicado en: La Vanguardia (21.09.2023)
He pedido la colaboración de Alberto Fernández (La Boca del Logo) para realizar la ilustración de este artículo.
Sin clase media no hay sociedad sostenible ni estable…. y claramente el mundo se tribaliza en su concepto brutal..