Este artículo forma parte de la serie de contenidos del espacio ELECCIONES USA 2024, donde irán escribiendo distintas firmas invitadas.
El debate del pasado 27 de junio podría haber parecido una gran ocasión para la campaña demócrata. Con la convocatoria de Donald Trump al ring, la cita en Atlanta daba, a priori, muchas oportunidades a Joe Biden: recordar el pasado y presente de quien había estado al frente de la Casa Blanca hasta 2020, reforzar el compromiso para reducir la inflación (quizás alardear de una relativa estabilización del índice de precios) y ganar más visibilidad en temas centrales, como la discusión por el aborto tras la revocación de Roe v. Wade por la Corte Suprema en 2022.
La noche de ese jueves fue muy distinta a lo que se esperaba: Biden debió hacer un enorme esfuerzo para hacerse oír, sostener la atención, articular algunas respuestas y evitar que su lenguaje corporal le delatara. Pero no alcanzó. En cambio, fue una velada de pérdidas clave para su campaña, que afectan tanto a su candidatura como a su presente como jefe de Estado.
Para comenzar, la campaña demócrata entregó el consenso sobre que Joe Biden sea la mejor figura para ganarle a Trump. Los análisis posteriores al debate, en caliente, se preguntaron por la posibilidad de triunfo de este Biden. Días más tarde, esta preocupación llegó a la opinión pública. Por caso, una encuesta de Ipsos mostró que, en escenarios hipotéticos, Michelle Obama sería la única con chances de ganarle a Trump esta vez entre los consultados en ese estudio. Otra encuesta, esta vez de CNN y SSRS, marcó luego del debate que, entre los demócratas y afines, el 56% considera que el partido tendría mejores oportunidades de ganar la presidencia si el candidato no fuera Biden.
El debate y sus consecuencias trajeron consigo movimientos que, también, esmerilan la autoridad del candidato. El planteo público del congresista Lloyd Doggett, la inquietud de los editorialistas de los medios mainstream, la amenaza a cielo abierto de donantes de la campaña de abandonar el apoyo económico a la campaña de Biden y la preocupación de gobernadores demócratas por la sostenibilidad de la candidatura son algunas de las muestras públicas de una carencia más: la imposibilidad de tener un candidato con fuerte legitimidad al interior del partido que lo postula (al menos, por ahora y ante su sostenida convicción de que «nadie lo aparta»).
El partido perdió algo más grave: un presidente fuerte que, entre otras cosas, busca un nuevo mandato. Hoy, Biden representa la continuidad con inquietudes sobre su futuro… pero que también pesan sobre su presente. Volviendo a la demoscopia, el 63% de los encuestados por The New York Times y Siena College considera que la reelección es una apuesta arriesgada para el país (entre ellos, el 23% de los electores demócratas). Y el 74% dice que Biden es demasiado viejo para ser presidente. En sí, el desempeño del debate lleva a una pregunta riesgosa, presente en muy pocos análisis: ¿qué condiciones tiene Biden hoy mismo para dirigir su país?
Finalmente, podemos ver una pérdida irreparable: el tiempo, siempre tirano. Desde hace más de diez días, la campaña demócrata lucha por sostener a Biden en su lugar de candidato, mostrarle fuerte y capaz. Atrás quedaron las oportunidades de una faceta propositiva, de poner sobre la mesa los contrastes y de ofrecer a la ciudadanía certezas sobre el futuro posible con cuatro años más de presidencia demócrata. Y el tiempo, sobre todo, es un recurso escaso en cualquier campaña electoral, cosa que se agrava cuando el candidato debe reducir sus horas de trabajo como inversión a futuro.
A partir de entonces, el desempeño de Biden se analiza con una lupa de enorme aumento. Cada aparición pública se ha transformado en una prueba de capacidad (en la que no siempre obtiene la mejor calificación), y parte de ese aprieto comenzó en aquel temprano debate, cuando fue a llevar certezas sobre el futuro (o a recordar el pasado) y, en cambio, puso en duda el presente.
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Ilustración realizada con IA