En estos tiempos marcados por el descrédito creciente de la política y de los políticos, la devaluación de las instituciones, las guerras sucias, la desinformación, la ya tan manida polarización, la precariedad y la falta de expectativas en el presente y de esperanza en el futuro, hablar de generosidad suena ñoño, anticuado, ramplón y, sobre todo, inverosímil.
El valor de la generosidad parece haberse circunscrito al reducto de lo material, a los actos de entrega de mecenas y círculos filantrópicos que contribuyen con su gesto a hacer de este un mundo mejor. Pero la generosidad (entendida como gesto altruista de entrega, de aportación de valor, desprendida, desinteresada, sin esperar nada a cambio o con el objetivo de contribuir a…), además de credibilidad, parece haber perdido sentido y esencia. En política, sobre todo, la generosidad que se cuelga como etiqueta, y tras la cual se intuye estrategia y relato, necesita afianzarse con gestos reales, de autenticidad plena.
Ser generoso, al servicio de causas y proyectos que se quieran ambiciosos y de calado positivo y real en el bienestar de la ciudadanía, supone tener la capacidad de mirar más allá y de ejercitar una responsabilidad ética y moral que busca plantar las mejores semillas en el momento idóneo, independientemente de saber si uno estará presente (o disfrutará) del momento de la recolecta. Se trata de pensar, con visión a largo plazo, qué es aquello que se puede aportar por el bien común. Y hacerlo.
La generosidad, entonces, no debe ser vista como un acto de debilidad o ingenuidad, sino como una fuerza transformadora esencial que contribuya a reducir las injusticias y la desconfianza en el sistema. Un antídoto contra la cultura del egoísmo y del cortoplacismo que impide el avance real al modelo de sociedad que necesitamos, más solidaria y cohesionada que nunca, para afrontar los retos inaplazables que nos apelan.
Publicado en: La Vanguardia (16.07.2024)
Fotografía: Ksenia Makagonova para Unsplash
Enlaces de interés:
– Libro: Ejemplaridad pública, Javier Gomá