El mito del ángel caído tiene sus raíces en la tradición judeocristiana, y narra la rebelión de Lucifer, el ángel que desafió a Dios y que por ello fue expulsado del cielo. Simboliza el poder destructivo del orgullo y la ambición desmedida, y ha sido reinterpretado en la literatura como un reflejo de la lucha interna entre la autonomía y la obediencia.
La historia del ángel caído hoy resuena con una fuerza particular: nos recuerda el valor del equilibrio entre la codicia personal y el respeto por lo común, y por las normas de convivencia democrática y civil, que son nuestra deidad secular y cívica. En esta reinterpretación contemporánea, Lucifer no es solo el antagonista; se convierte en un reflejo de nuestra ambición y de las crisis que nacen de la desconexión de los demás.
Este mito del ángel caído es más que una historia de rebeldía y condena; es un espejo de las contradicciones humanas y de las tensiones inherentes al poder. En nuestra sociedad, muchas veces construida sobre ideales de éxito, ascenso y reconocimiento, la figura de Lucifer, el «portador de luz», cuestiona las formas y los límites del deseo humano, pero revela también una advertencia sobre las consecuencias de esta ambición desmedida y de la individualidad sin compromiso colectivo.
La política es inseparable de su dimensión moral y ética. El interés general —el interés que la política democrática debe proteger y promover— exige ejemplaridades múltiples y profundas: lo personal es político y la dimensión privada y pública se retroalimentan. Son la cara y la cruz de la misma moneda.
Javier Gomá, el filósofo contemporáneo que mejor ha reflexionado sobre la ejemplaridad, afirma: «El concepto de ejemplaridad es estructural, pertenece a los humanos desde que existimos y ha funcionado en todos los niveles: educativo, familiar, social». La doble moral es repudiada en lo reputacional, y castigada —cuando rompe y quebranta la norma— con dureza. Así caen los ángeles. Y los ídolos.
Un ídolo representa valores, ideales o una aspiración colectiva, y —al mismo tiempo— alumbra e inspira con su ejemplo. Y un líder se convierte en ídolo cuando simboliza una esperanza, cuando la encarna, cuando le pone el cuerpo a un modo de pensar y de defender unas convicciones. Entonces, además, el líder es ídolo y símbolo. Por eso, este tipo de liderazgos pueden perder o equivocarse, pero nunca pueden decepcionar. Cuando esto sucede, se rompe algo vinculante e inspirador. Es una traición. Si además es un posible delito, la ruptura es total.
En el caso de las izquierdas —tan proclives al discurso ejemplarizante frente a los adversarios, a los que atiza con superioridad moral—, esa entronización de líderes idealizados y simbólicos es aún más profunda. Ha sido un elemento central en la construcción de mitos y relatos épicos. Por eso quizás no es casual que el parónimo más revelador y poético de la palabra épica sea —precisamente— el vocablo ético.
Publicado en: La Vanguardia (28.10.2024)
Fotografía: Alberto García Domínguez para Unsplash