El profesor de humanidades de la Universidad de Columbia Mark Lilla, y autor del libro de próxima publicación Ignorance and bliss: on wanting not to know explora el sorprendente encanto de la ignorancia y su poderoso magnetismo entre nosotros: «En algún momento, todos declinamos la oportunidad de descubrir cómo es algo en realidad. Renunciamos voluntariamente a la oportunidad de conocer la verdad sobre el mundo por miedo a que ponga al descubierto verdades sobre nosotros mismos, especialmente nuestra falta de valor para autoexaminarnos». La ignorancia es reconfortante, nos protege porque no nos exige.
Quizás una mirada menos prejuiciosa y moralizante sobre la ignorancia permitiría entender mejor por qué para un numero creciente de personas el desconocimiento, consciente o inconsciente, es un refugio psicológico. No sería tanto el culto a la indolencia o una pereza disolvente, sino el miedo a la verdad lo que explicaría este fenómeno creciente en la sociedad. Lilla —que ya nos había advertido en La mente naufragada sobre la mente de los reaccionarios, que parece estar propagándose en estos tiempos de cólera— ofrece un nuevo ángulo para entendernos mejor: «Preferimos la ilusión de la autosuficiencia y abrazamos nuestra ignorancia por la única razón de que es nuestra. No importa que confiar en una opinión falsa sea la peor clase de dependencia. No importa que por terquedad dejemos pasar una oportunidad de ser felices».
La historia de la humanidad —la de su progreso— está ligada a la lucha contra la ignorancia, a desafiarla, a vencerla gracias al conocimiento y al descubrimiento de los otros, de los confines, de los diferentes, de los hallazgos. Alain Corbain, en Terra incognita. Una historia de la ignorancia de los siglos XVIII-XIX, nos relata apasionadamente cómo nuestros antepasados desentrañaron los secretos de la Tierra que nos maravillaban o nos retaban. Hoy, ese mundo por el cual la verdad —descubrirla— era el motor del progreso de la humanidad parece estar cuestionado por abandono.
La ignorancia como refugio y como renuncia nos invade y atrapa. La política reaccionaria —la que se nutre de la división polarizada—, junto con la descomunal industria digital de las apariencias superficiales, utiliza el miedo al saber o la comodidad de los prejuicios como el caldo de cultivo de sus atajos reaccionarios. La simplicidad atractiva de las medias verdades, de los clichés estigmatizadores, de los bulos virales, nos aleja cada vez más de la verdad como ordenadora de la vida. Ahora, lo que cuenta es mi verdad. La verdad subjetiva.
Vienen tiempos difíciles para las verdades objetivas, las colectivas, las que pueden administrar nuestras tensiones y conflictos gracias a su naturaleza pura, como si fuera una materia prima no contaminada de subjetivismo. Solo podremos superar esta neblina mental con un esfuerzo personal e intransferible por seguir luchando contra la ignorancia por muy protectora y confortable que sea.
Publicado en: La Vanguardia (23.12.2024)