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La banalidad del lenguaje político

El deterioro de la conversación pública y la banalidad del lenguaje político son dos graves problemas para la cultura democrática. La política ha dejado de ser admirable en el uso de la oratoria, de la retórica, de la argumentación. Todo lo contrario, agudizado —además— por la propensión al uso del lenguaje vulgar, zafio y brutal. Este desprestigio acumulado genera en la ciudadanía una profunda desconfianza. Sin palabras —bellas, justas, profundas—, el suelo se abre a nuestros pies.

En el libro de Tony Judt El refugio de la memoria, el autor nos recuerda que «en la política y la lengua inglesa, George Orwell reprendía a sus contemporáneos por utilizar el lenguaje para desconcertar más que para informar. Su crítica estaba dirigida a la mala fe: la gente escribía pobremente porque estaba intentando decir algo poco claro, cuando no mintiendo deliberadamente. A mí me parece que nuestro problema es diferente. La prosa de muy baja calidad es hoy indicativa de inseguridad intelectual: hablamos y escribimos mal porque no nos sentimos seguros de lo que pensamos y nos resistimos a afirmarlo de un modo inequívoco».

Recuperar la política no será posible sin las palabras. Ellas son las depositarias del pensamiento, el vehículo de la memoria, el puente hacia los otros. Las palabras políticas deben educar cívicamente, aumentar el nivel de conocimiento y de certezas compartidas, poner el dato y el hecho en el puesto de mando. Es decir, combatir la ignorancia colectiva con la verdad y el sentido. Una sociedad ignorante es una sociedad manipulable y vulnerable.

En el libro Ignorancia, de Peter Burke, el autor comparte las consecuencias más relevantes derivadas del no saber o, para ser precisos, del saber erróneo, en distintos ámbitos y a lo largo de los últimos 500 años. Y afirma: «Lo peor es no saber que no se sabe». Estamos al borde de la peor de las ignorancias: la ignorancia arrogante, la pedante, la que roza la estulticia más lerda. La que no solo desconoce, sino que desprecia el conocimiento. La que sustituye el argumento por la burla y la evidencia por la consigna. La que grita más fuerte cuanto menos sabe. Esa ignorancia es profundamente peligrosa porque se disfraza de seguridad y se impone con soberbia.

La política debe volver a usar el lenguaje con vocación pedagógica, educativa. Parece una quimera, pero es lo más radical y revolucionario en tiempos de mentiras disfrazadas y pura banalidad. Recuperar el poder formativo del lenguaje no es solo una tarea estética o intelectual, es una urgencia ética y democrática. Las palabras pueden ser consuelo o consigna, refugio u horizonte. Son el eco de nuestras convicciones y el vehículo de nuestros compromisos. No son meras herramientas, son nuestra forma de ser y actuar en el mundo. Con cada una de ellas, elegimos, decidimos. Son huellas, memoria, promesa… Frente al ruido, claridad. Frente al odio, inteligencia. Frente a la banalidad, palabras que ofrezcan dirección y sentido.

Publicado en: La Vanguardia (31.03.25)
Imagen creada con IA (Krea.ai)

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