El interés general y el bien común —objetivos ambos de la política democrática— son incompatibles con el solipsismo. Esa forma radical de subjetivismo según la cual solo existe aquello de lo que es consciente el propio yo. La democracia se declina en plural: nosotros. No es solo el terreno del yo individual, sino, fundamentalmente, del yo comunitario. «Nosotros, el pueblo» son las palabras con las que, por ejemplo, comienza la Constitución de Estados Unidos. Nosotros.
Esta primera persona del plural es decisiva, también, en el lenguaje político. Por eso —y a contramano de la renuncia cada día más generalizada— hay que militar en la corrección política, en el lenguaje inclusivo. En el respeto verbal, antesala de todos los respetos. En que aceptemos que los hechos no son falsos o verdaderos en función de quién los mira o interpreta. Los hechos, la verdad, no pueden subjetivarse al extremo. La realidad no puede ser solipsista. El lenguaje debe iluminar, no entenebrecer.
«En nuestro tiempo, el lenguaje de la política se ha contaminado de oscuridad y de locura. Ninguna mentira es tan burda que no pueda expresarse tercamente, ninguna crueldad tan abyecta que no encuentre disculpa en la charlatanería del historicismo. Mientras no podamos devolver a las palabras en nuestros periódicos, en nuestras leyes y en nuestros actos políticos algún grado de claridad y de seriedad en su significado, más irán nuestras vidas acercándose al caos», escribió George Steiner.
El caos, ese lugar del que no es posible el retorno porque se desdibujan todas las huellas, se pierden todas las marcas, se alteran todos los órdenes. Donde no hay salida, ni marcha atrás. Por eso, hay que desconfiar de los ingenieros del caos. Esos de los que nos alerta Giuliano da Empoli: «La fórmula de los ingenieros del caos y de los nuevos líderes políticos es ira más algoritmo». Una alerta democrática.
Ahora más que nunca, la política que ilumina y garantiza es el único poder de los que no tienen poder. La defensa ilustrada, liberal, educada y templada de lo que nos une, de lo común, es el verdadero espacio de batalla democrática. Y la primera trinchera es el lenguaje. Si relativizamos el insulto verbal, la mentira pública y el escarnio digital, ninguna defensa será posible. «Quién sabe —dice Richard Palmer Blackmur—, es posible que el futuro no se exprese con palabras (…) de ninguna índole, pues el futuro puede no estar ilustrado en el sentido en que entendemos o en que los últimos tres mil años han entendido el término». Atentos.
Los seres humanos son cómplices de lo que les deja indiferentes. Estamos en una encrucijada. La combinación de caos político, aceleración trepidante y shock permanente nos aturde y nos paraliza. Recuperar la palabra, protegerla y cuidarla son tareas políticas y democráticas. Inaplazables. Empecemos por los tiempos verbales. El yo es casi siempre tiránico. El nosotros, un tiempo democrático, por comunitario.
Publicado en: La Vanguardia (26.05.25)
Fotografía: Pierre Bamin para Unsplash