El concepto ‘avanzar’ está sobrevalorado. Como el de no rendirse jamás. En política, avanzar —incluso cuando las condiciones no lo permiten o aconsejan— se reconoce como valentía o arrojo. Como determinación. La política queda prisionera, entonces, de algunos de sus protagonistas con la testosterona desatada, su tozudez inútil y su arrogancia absurda. Lo mismo sucede con la rendición o la renuncia, asociada a cobardía. Pero, ¿y si lo más inteligente fuera retroceder o parar, y lo más valiente, renunciar? La marcha atrás no tiene quien la defienda, aunque cada vez hay voces más lúcidas que nos recuerdan que los grandes errores en la historia se han producido por líderes que no supieron parar en su momento.
La historiadora Margaret MacMillan, de la Universidad de Oxford, es un referente internacional en el estudio de la Primera Guerra Mundial. Sus investigaciones sobre el devenir de los caracteres de los caracteres de los líderes en los momentos históricos es su especialidad. En su libro Las personas de la historia. Sobre la persuasión y el arte del liderazgo (Editorial Turner), MacMillan afirma: «La clave está en saber dar marcha atrás. Eso es lo que hace un buen líder» y nos anima a aprender de la historia como antídoto a la vanidad irresponsable de algunos liderazgos políticos.
Necesitamos una política que haga de la prudencia su norma reguladora, equilibradora. «Los líderes prudentes se obligan a prestar la misma atención a los defensores y los detractores de la línea de acción que están planeando», afirma Michael Ignatieff, también canadiense como MacMillan. Este ejercicio de cautela es, seguramente, la mejor garantía para defender el interés general. Romper es fácil, evitarlo es complejo y reparar el estropicio siempre es la peor de las opciones.
Muchos líderes políticos viven en un mundo perverso: no se atreven a hacer lo correcto por miedo a ser impopulares, señalados y acusados por los demás, por los suyos y, a veces, por ellos mismos. Este desdoblamiento de personalidad político —la íntima y la pública—, les lleva a mentir, a falsear, a engañar. A errar. Es tal la interiorización de lo absurdo que muchas de estas deformaciones de la integridad política son casi inconscientes. Atrapados por el qué dirán han dejado de decirse, y decirnos, las verdades. Casi siempre dolorosas, casi siempre más prosaicas y vulgares que la épica de lo imposible e irresponsable.
Los ciudadanos también tenemos parte de culpa. Nuestra excitación digital y la agitación pública en el consumo y uso de contenidos políticos nos vuelve caprichosos, insaciables e irascibles. Fagocitamos lo importante, consumimos lo urgente, muchas veces irrelevante. Nuestra dieta informativa es tóxica y estimula la sobreexcitación epidérmica de lo fácil, rápido y básico. En este contexto, la deseable prudencia de nuestros líderes no encuentra aceptación pública ni reconocimiento. Estamos en un bucle: nuestros líderes prisioneros de sus miedos y los ciudadanos prisioneros de nuestras impaciencias.
Es tiempo de renuncias. Renunciar a simplificar lo complejo solo para que parezca posible y aceptable. El hedonismo político nos empequeñece, nos hace vulnerables por frágiles, también por insustanciales. Tenemos que renunciar a lo máximo para obtener réditos de consensos amplios y profundos. Renunciar a la singularidad y a la épica fugaz pero irrelevante. Necesitamos un liderazgo integrador, de acompañamiento, que no nos camufle la realidad, que no la edulcore o la maquille. Líderes que sepan parar antes que avanzar sea suicida o peligroso colectivamente. Líderes que sepan renunciar (aplazar) antes que sea irresponsable. Este modelo de liderazgo prudente no es atractivo, aunque es necesario. Lo contrario es alimentar a los chamanes.
MacMillan escribe: «Todos los líderes a los que he estudiado tenían un conocimiento instintivo del estado de ánimo de su época, y sin embargo algunos decidieron construir consenso y otros hicieron valer su voluntad a golpe de decretos y de fuerza. Pero ambos tipos de líderes tuvieron opciones, y la capacidad de dirigir la historia hacia un camino en lugar de otro». No nos resignemos al mesianismo, ni a la política populista. La osadía no debe ser correr riesgos que den pasos hacia lo desconocido. La política necesita previsibilidad, si es democrática. Cuando es imprevisible, está más cerca del cesarismo que del ejercicio responsable del poder delegado.
Publicado en: El Periódico (4.10.2018)