La definición de distopía (o antiutopía) hace referencia a una sociedad ficticia indeseable en sí misma. Esta sociedad distópica suele ser introducida mediante un ensayo, una novela, una serie televisiva o una película, entre otros. Coincidiendo con la llegada de Trump a la Casa Blanca, la novela política de futuro-ficción ‘1984’, escrita por George Orwell y publicada en 1949, se convertía en un best seller en Estados Unidos, junto a otros clásicos de la literatura distópica.
Pareciera que gran parte de la ciudadanía norteamericana percibe un clima de miedo e inseguridad, de desconfianza e incerteza ante el futuro. Se instaura la sensación de que la objetividad, todo lo que hasta el momento parecía sólido, se desvanece en la era Trump. Se alimenta la incertidumbre ante el hecho de ver día a día cómo se gobierna prescindiendo y depreciando los datos objetivos, fiables y demostrables. Y esa imprevisibilidad, que caracteriza las acciones y decisiones en manos del dirigente más poderoso de planeta, contribuye a alimentar ese clima permanente de miedo. Un miedo que se alimenta también del desvanecimiento de las responsabilidades y de los límites.
Trump considera que ser el presidente de una potencia mundial como Estados Unidos le otroga ‘per se’ un poder ilimitado, sin considerar los límites, sean estos constitucionales, legales o de equilibrios multilaterales.
La prepotencia con la que el Presidente utiliza el recurso de la mentira o a la ficción, de manera indiscriminada y sin ningún tipo de contención, con total impunidad y seguridad (sabiendo que aquello que dice rápidamente puede ser desmentido y negado), esa seguridad cargada de desfachatez es propio de una cultura totalitaria. Mezclar los hechos con la ficción es propio de regímenes totalitarios, aunque no únicamente. La política contemporánea nos muestra numerosas ocasiones en las que se han generado «cortinas de humo» con el objetivo de desviar la atención de la opinión pública. Y si hay una cultura política en la que las «cortinas de humo» han sido especialmente útiles, esta es, sin duda, la norteamericana. En la obra de Orwell se habla del término ‘neolengua’, en base al análisis realizado sobre los discursos de periodistas y políticos, para conocer el uso que estos hacen del lenguaje. Se señalaba entonces que ambos usaban el lenguaje para «justificar lo injustificable, recurriendo a eufemismos, imprecisiones, vaguedades, preguntas sin respuestas…». Actualmente, no me atrevería a hacer afirmaciones tan categóricas, aunque sí creo que estamos viendo el carácter crecientemente trascendental de la palabra. Trump sustituye en el cargo a quien ha hecho de la pedagogía del lenguaje, de la poesía política, una herramienta de poder y de proyección política y personal.
Con Trump, lo culto ya no es la pieza determinante. Durante el proceso electoral vimos cómo el candidato que más despreciaba la palabra… ganaba. Las palabras son consustanciales a la actividad humana. Y, en el ámbito de la política, lo son todo. La persona que más ha destrozado la palabra es hoy el Presidente del Ejecutivo de EE. UU. Y ello debería llevarnos a una reflexión más de fondo: una democracia también puede ser vulnerable, puede ser atacada y cuestionada desde el lenguaje.
Como señalaba el filósofo austríaco Ludwig Wittgenstein (1889-1951): «Los límites del lenguaje de uno son los límites de su mundo».
Publicado en: Reforma.com (México)(39_Tendencias Globales. 26.03.2017)