«Calumniad con osadía, siempre quedará alguna cosa». Sir Francis Bacon (1561-1626), filósofo y estadista.
La doble sesión del debate de investidura ha dejado un resultado y un temor. El resultado, el esperado. Y el temor —no por posible, menos sorprendente— es que la legislatura se enlode en un clima agrio de reproches permanentes. Los insultos y descalificaciones personales, ad hominem y que buscan el desprecio y el daño moral al adversario han tenido un protagonismo excesivo: en el atril, en el hemiciclo y en las redes. Después de más de 300 días, el clima se ha envenenado. Peligrosamente, la crispación desplaza a los argumentos. Hemos empezado mal.
La campaña de Donald Trump, quizá, nos está contaminando. Trump no ha llegado hasta aquí sin un uso torticero del lenguaje, en las antípodas de lo que se ha definido como políticamente correcto. Los insultos —y motes— han sido una de sus bazas. The New York Times publicó esta semana una doble página en papel con todos los insultos de Trump —282, exactamente— desde que anunció su candidatura. Es tan soez que repugna. Pero Trump sabe que sus provocaciones son un tridente: alimentan las pasiones y los instintos de sus seguidores, movilizándolos; ocupan protagonismo en las redes y los medios, marcando la agenda de sus oponentes; y son la coartada perfecta contra el discurso político. Para Trump, una elaborada técnica de pendenciero provocador. Mejor insultar (etiquetar, reducir a un cliché) que argumentar.
Además, los insultos permiten a muchas personas «hablar» de política, gritando exabruptos o tecleando con saña digital. El insulto en política es cobarde, y es despreciable. Se ampara en la libertad de expresión o en el privilegio de la representación para actuar sin pudor. Esta legislatura corre el riesgo de quebrar nuestra debilitada confianza en lo público. Una hipótesis con responsables múltiples.
El insulto es una derrota pública de la política. Se insulta en ausencia de argumentos. Es el recurso agresivo de quien es incapaz de ver en el adversario un representante de la voluntad popular. Cuando nuestros representantes se faltan al respeto con escarnio, zahiriendo emociones y símbolos, están escupiendo en la cara de los votantes. Y se reducen a turba.
Criticar no es herir. Denunciar no es humillar. Alertar no es insultar. Defender no es agredir. Atacar no es dañar. La palabra política ha retrocedido en estas jornadas. Está en minoría, como Mariano Rajoy. Mal presagio.
Publicado en: El País (29.10.2016) (blog ‘Micropolítica’)
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