Todas las encuestas desde hace muchos meses lo anunciaban pero nadie lo creía. Parecía imposible. De hecho lo era. Ni siquiera el partido republicano pensaba que podría hacerse realidad su pesadilla. Donald Trump es hoy, después del supermartes, mucho más candidato de lo que lo ha sido nunca.
Su retórica en campaña va dirigida a las pasiones y no a las razones. Sus mensajes van directos al estómago de los electores, y no a su conciencia ni a su corazón. Su imagen es la de un hombre hecho a sí mismo, alejado del partido y sin necesidad de grandes aportaciones de grupos de presión y empresarios. Ha recaudado cinco veces menos que sus adversarios, pero no le importa. No le debe nada a nadie, ya que él mismo es millonario.
Con Trump en cabeza en las primarias, los republicanos entran en una lucha importante no solo sobre quién los va a representar en noviembre, sino sobre la naturaleza y esencia del partido. Desde hace cuarenta años, los republicanos han sido una alianza un poco desequilibrada entre conservadores sociales y religiosos, conservadores prolibre mercado y grupos de interés corporativo, con el último segmento dictaminando gran parte de la política económica del partido, y del país.
Pero las cosas han cambiado en sus votantes (que en primarias suelen ser mucho más conservadores que la media de votantes republicanos). Han abandonado al partido y se han lanzado a los brazos de un mensaje populista que prefiere el insulto a la propuesta, proteccionista, que lucha contra los inmigrantes y se encierra en sí mismo. Trump ha logrado el apoyo del electorado blanco, trabajador de clase media que lleva años sintiéndose excluido de la política del país y que ve al GOP, su partido, como un conglomerado de intereses económicos que ya no es creíble ni confiable.
Sólo Cruz, otro ‘outsider’ ultraconservador, que ha ganado en Texas y Oklahoma, puede hacerle sombra a medio plazo. Rubio, el más cercano al establishment del partido, ha conseguido, al menos, ganar en Minnesota y se mantiene en la carrera, pero con poquísimas opciones.
Los votantes republicanos quieren a un líder que sea referente y que no le deba nada a nadie ni dependa de nadie, con un mensaje claro. Desde el partido republicano, sin embargo, quieren a un líder que pueda ganar las elecciones de noviembre convenciendo a minorías e independientes, y Trump no parece que lo pueda ser.
Por parte demócrata también ha habido una confirmación. Si no pasa nada, las encuestas de hace meses también se cumplirán y Hillary Clinton será la candidata a las elecciones de noviembre. Aún así, la excelente campaña de Bernie Sanders ha propiciado que pueda luchar hasta el final. Su mensaje de cambio total, como el de “estas elecciones no tratan solo sobre escoger a un candidato, sino de transformar a Estados Unidos”, así como su tirón entre los jóvenes y ―al igual que Trump― su alejamiento del establishment del partido, le ha otorgado una gran popularidad que se ha concretado en cuarenta millones de recaudación solo en el mes de febrero. Ese dinero le ha servido para invertir en la campaña y lograr esta noche cuatro victorias básicas (Vermont, Oklahoma, Colorado y Minnesota) para continuar teniendo posibilidades.
Pero sigue lejos de Hillary. La razón es clara: Sanders gana entre los jóvenes, sí, pero no en el resto de segmentos. Cuando los estados en liza son menos homogéneos, con minorías, siempre pierde. Los afroamericanos y los latinos votan por Hillary, los blancos por ambos, y los jóvenes por Sanders. En estados (como los del sur) con grandes minorías, especialmente la comunidad negra, Sanders no tiene nada que hacer ante la maquinaria de Hillary, que lleva haciendo campaña en esos territorios desde el siglo pasado.
Está terminando el supermartes y está terminando como se esperaba. Por una vez, para desesperación republicana y alegría demócrata, las encuestas que hace un año vaticinaban unas elecciones de noviembre entre Trump y Clinton se pueden hacer realidad.
Publicado en: El Periódico (2.03.2016)