Jürgen Habermas es, sin duda, uno de los pensadores vivos más importantes e influyentes de la actualidad. A principios de la década del noventa, realizó un invaluable aporte a la teoría de la democracia deliberativa, un modelo político basado, como su nombre lo indica, en el principio de la deliberación y en la búsqueda de la inclusión y participación de todos los actores en el proceso de toma de decisiones.
Lo esencial en el pensamiento habermasiano es el lenguaje y la comunicación. Los individuos implicados en el proceso de debate, según él, realizan una «acción comunicativa» ―diferente a las acciones instrumental y estratégica―, en la que escuchan las opiniones ajenas y despliegan sus propios argumentos para intentar convencer al resto de participantes. Deliberación no es negociación, porque en ésta última se imponen las relaciones de poder o de los intereses. Y tampoco es simple votación, puesto que antes de cualquier decisión tiene lugar un debate multinivel: entre ciudadanos, entre (y con) instituciones, entre (y con) representantes, etc. El proceso deliberativo culmina cuando se llega a un consenso y la mayoría de los participantes se pone de acuerdo con la solución o decisión tomada («la coacción del mejor argumento»). Es decir, cuando la decisión tomada es mejor (para el bien común) que la simple imposición de las regla democrática de la mayoría.
Todo consenso fue antes, de alguna forma u otra, un disenso. Cuando hay acuerdo, la discusión, evidentemente, no es necesaria. Es por esto es que la catedrática Adela Cortina, en un artículo titulado La política deliberativa de Jürgen Habermas: virtualidades y límites, señala que «El punto de partida de la reflexión en las teorías deliberativas de la democracia es el hecho de que en las sociedades democráticas existan desacuerdos entre los ciudadanos». Este pluralismo, sin embargo, cede ante la existencia de un supuesto pensamiento imparcial y racional que será el que, a fin de cuentas, guiará la toma de decisiones. Para que este modelo funcione se necesita, en palabras del filósofo José Luis Martí, «una ciudadanía activa y con un fuerte sentimiento de virtud cívica y un compromiso con la idea de bien común, una sociedad civil activa y dinámica que participe en una esfera pública permeable y abierta a todos».
Esta serie de precondiciones, sin embargo, han sido puestas en duda en reiteradas ocasiones y por intelectuales de ramas diversas. Por un lado, esta especie de voluntad general al servicio de la deliberación ha sido también criticada por otras corrientes de pensamiento que priman el conflicto y no consenso como el motor del cambio y la resolución de las contradicciones y los disensos. Otra de esas precondiciones, la de una ciudadanía activa, informada y preparada, parece no siempre corresponderse con la realidad. El filósofo eslovaco Slavoj Zizek observa que «asistimos a una nueva forma de negación de lo político: la postmoderna postpolítica, no ya sólo reprime lo político, intentando contenerlo y pacificar la reemergencia de lo reprimido, sino que, con mayor eficacia, lo excluye». Un rechazo a todo aquello que lleve la palabra política o político.
Con este altísimo grado de desinterés por la res publica, ¿es posible la deliberación? Los más pesimistas pueden argumentar que, en un escenario como éste, una democracia deliberativa, tal como la definimos más arriba, es una utopía, que jamás se logrará despertar el interés y aumentar la participación. En su lugar, optan por simplificar los asuntos públicos hasta la espectacularización. Una respuesta efectiva, pero cortoplacista y funcional a los círculos de poder. La política se desideologiza, el diálogo se minimiza, pero el show crece. Pero hay, afortunadamente, otras voces, algo más optimistas, que creen que este modelo puede ser, precisamente, la forma de reconquistar a una ciudadanía pasiva y, a su vez, de complacer a quienes exigen más y mejores mecanismos de participación. La democracia, en esta era postpolítica, necesita un giro deliberativo. Una democracia rescatada y revitalizada por más política y no por menos. Es decir, la politización de la vida sería, en este enfoque, el garante de la profundización de la democracia y la revitalización de nuestras instituciones.
Este aumento del debate público y de la conversación entre ciudadanos y tomadores de decisión encontrará un gran aliado en la tecnología. El imparable desarrollo de las TIC hará que, en algunas décadas, podamos pensar en excluir el principio de representación de la democracia. Ya lo advierte José Luis Martí: «Por primera vez, la democracia directa ya es física y tecnológicamente posible. Y, de hecho, ni siquiera sería más cara que el actual sistema representativo». Pero no nos apresuremos. La persistente brecha digital ―sólo el 43,4 % de la población mundial utiliza Internet y el porcentaje baja hasta el ínfimo 10 % en el continente africano― nos indica que, aunque en algunos lugares favorecidos ya se esté experimentando con tecnologías para la deliberación, todavía falta para una democracia directa digital. Una vez superada la brecha, quedarán aún otros retos por superar: conseguir un justo equilibrio entre cantidad y calidad de participación, pues no alcanza con el simple «acuerdo» o «desacuerdo» de algunas plataformas de votación; democratizar la información y evitar que el debate se vuelva elitista; asegurar la perdurabilidad en el tiempo; y, sobre todo, comprender que la tecnología es un medio para la democracia deliberativa, una herramienta puesta a su servicio, y no un fin en sí mismo.
La política deliberativa, como modelo normativo e ideal, sirve para indicar el camino, como un faro para una democracia sin pasión. Ampliar y fortalecer los espacios y mecanismos de debate nos ayudará a gestionar el pluralismo («conflictivismo» para otros), a diseñar y corregir políticas públicas y a cocrear y codecidir el futuro político de nuestras sociedades. En la era de la postpolítica, la deliberación es la apuesta responsable. En la era de la simplificación, más debate, más diálogo y más política. O podemos caer en el riesgo de los que creen que menos política es la solución. Al revés, en ausencia o debilitamiento de más política deliberativa, la resolución de los problemas y disensos encuentra un atajo en las relaciones de poder y fuerza. Y la mayoría no lo tiene. Esa es la cuestión. Más política para que cualquier proyecto democrático sea de amplia, profunda y sostenible base.
Publicado en: El Telégrafo (Ecuador) (13.09.2015)
Fotografía: Jon Tyson para Unsplash