Los acuerdos pueden llegar cuando los costes (gestión y consecuencias) de los desacuerdos son superiores a los beneficios de mantenerlos, por calculado interés o por proclamada coherencia. Esta es la ecuación que parece abrirse ante la inminente —y esperada— reunión entre Mariano Rajoy y Artur Mas. Llegan a esta cita bajo el síndrome del «condicional catastrófico», como diría Ulrich Beck: usar la fuerza de la amenaza, ya que no cabe la amenaza de la fuerza, es una de las tácticas de las guerras geoeconómicas recientes. Lo cuenta muy bien Lluís Bassets en su artículo La política del miedo, sobre cómo aplica esta técnica Angela Merkel en sus negociaciones: «La técnica ‘merkiavélica’ para conseguir el sometimiento es la dilación, la inacción y la duda antes de actuar. Esperar siempre hasta el último segundo, justo hasta un momento antes de caer por el barranco: quiero decir, de que se caiga el otro».
Este juego de poder es peligroso por imprevisible. O te pasas, o te quedas corto. Es nuestra particular versión del juego de cartas el siete y medio. Tan al límite que es muy fácil perder. La fuerza (y la victoria) consigue, en el riesgo calculado, acertar. Es un juego de todo o nada. Utilizar la amenaza en política tiene algo de azaroso e incierto y, en consecuencia, impropio de responsables políticos.Rajoy ha aprendido mucho de Merkel desde mayo de 2012 (en plena crisis del euro y la deuda), cuando la canciller invitó a Mariano Rajoy a dar un paseo en barco en Chicago, en el marco de la cumbre de la OTAN, hasta las negociaciones sobre la posibilidad de que el ministro de Economía, Luis de Guindos, se convierta en el próximo presidente del Eurogrupo. Rajoy ha aprendido el valor de la paciencia y la resistencia inmóvil. Y Mas está atrapado por la impaciencia del «tenim pressa» (tenemos prisa) político y social que se vive en Catalunya.
No sé si la anunciada cita entre Mas y Rajoy será, también, en un barco (¿se imaginan a ambos en una de las barcas de El Retiro?). Sería una poderosa imagen metafórica, ideal para propiciar la guasa y el chascarrillo de nuestra industria nacional. Imágenes de este tipo se han dado en distintas ocasiones como a principios de junio, en la residencia de verano del primer ministro sueco, Fredrik Reinfeldt, cuando se reunieron la canciller alemana, Angela Merkel, el primer ministro británico, David Cameron, y el primer ministro holandés, Mark Rutte. Los cuatro pasaron dos días bajo el mismo techo, hablando, probablemente, del nuevo presidente de la Comisión Europea. Los cuatro líderes conforman un grupo de poder en el seno de la Unión Europea (en febrero, ya consiguieron recortar el presupuesto europeo gracias a sus presiones). Entre las actividades que realizaron, pudimos ver un tradicional paseo en el lago con el Harpsundsekan, un pequeño bote de remos. Esta tradición fue introducida por Tage Erlander, primer ministro de Suecia en la década de los 60. Nikita Khrushchev, Willy Brandt y Kofi Annan son algunos de los políticos que también han subido en este tipo de bote.
Supongo que las cosas, entre Rajoy y Mas, no están para remar juntos, todavía. Ya me imagino la discusión entre quién se sienta a babor y quién a estribor. En estas barcas, no hay timón. Sólo la sincronización y la cooperación entre los dos remeros permite cruzar el río o desplazarse sin dar vueltas en círculo. Tampoco sé si se plantean pasar un par de días juntos para hablar con calma y sin la presión de la gestión de las expectativas. Pero cambiar las formas del encuentro sería una de las maneras de minimizar las distensiones posibles y una señal de que, a pesar de las extraordinarias dificultades, dan una oportunidad al diálogo.
Rajoy llega a la reunión con el último espaldarazo de la Canciller alemana al Presidente sobre la consulta catalana: «opino como el Gobierno español». Y Mas llega con los preparativos de la que será —probablemente— la mayor demostración de fuerza política y social nunca realizada en España: la concentración de la «V de Victoria» que se realizará el próximo 11 de septiembre. Rajoy y Mas dicen que no pueden hacer otra cosa que cumplir sus mandatos. El primero el del orden constitucional y los límites —y obligaciones— que impone a todo el mundo, incluido el mismísimo presidente del Gobierno. Y el segundo con el mandato electoral, social y parlamentario. Ambos creen que su responsabilidad les aleja del acuerdo y del pacto. Pero no pueden ir a la reunión sin la íntima convicción de que es posible acordar. Y, para ello, ceder, en búsqueda del pacto.
Los beneficios del desacuerdo ya son insoportables y de consecuencias imprevisibles. Que nadie se engañe. Este desafío va más allá de la suerte y la responsabilidad histórica de sus actuales protagonistas. Cualquier cambio es peligroso para ambos, pero la inacción o la persistencia en las posiciones iniciales no evitan el riesgo. Es más, lo acrecientan. La autodestrucción del liderazgo catalán si asumiera la ilegalidad de sacar las urnas a la calle sin acuerdo con el Estado no acabaría el problema. Obligaría al Estado a usar la fuerza, en lugar de la amenaza. Y lo que sería una inmolación política provocaría una crisis política indescriptible. Esto es lo que produce vértigo: incumplir la ley para obligar a que tú la cumplas, sabiendo todo el mundo que ambas soluciones les destruyen a los dos y, con ellos, a los demás.
La cita prevista no es la última oportunidad, como se dice. Es quizá la primera. Hay que diseñar (y pactar) un proceso de distensión que aleje las mutuas amenazas (y la fuerza consiguiente) para ganar tiempo para el diálogo y la negociación. No hay otro camino. Y empezar a explorar la complejidad sin la urgencia de las fechas. Desenredar un nudo lleva su tiempo. Si se quiere resolver tirando de los cabos, el nudo se enreda todavía más. Se necesita maña, paciencia y habilidad. Cuando el nudo está duro, la fuerza no sirve. Sólo la inteligencia.
Publicado en: El País (20.07.2014)(blog Micropolítica)
Fotografía: Miguel A Amutio para Unsplash