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Cambiar de nombre, cambiar de política

El 2 de mayo de 1879, durante una comida en una fonda de la calle Tetuán de Madrid, se fundó el Partido Socialista Obrero Español (PSOE). El pasado 16 de febrero, casi 134 años después y a escaso kilómetro y medio de donde se fundó (la Casa de América, en el Paseo de Recoletos), Alfredo Pérez Rubalcaba abogaba por un pequeño —pero muy significativo— cambio de nombre del partido: «Partido de los Socialistas Europeos – PSOE».

Las razones esgrimidas en el encuentro «Ganarse Europa» son que todos los partidos socialistas europeos deben tener un paraguas común, que les haga reconocibles en los países de la UE. En plena crisis de identidad europea, esta propuesta sería una señal de compromiso. Además, el cambio también implicaría una nueva forma de entender al PSOE: más abierto y más participativo. Sería un nuevo PSOE, con un nombre nuevo pero con la vieja historia.

Un cambio de nombre en un partido político es toda una revolución: significa a menudo empezar de cero, regenerarse y refundarse. Un buen ejemplo de ello es Unió Mallorquina que, después de múltiples casos de corrupción, pensó en cambiar de nombre y empezar de nuevo, con su buena base en diversas localidades. Finalmente, no llegó ni a cambiarlo y acordó su disolución el 28 de febrero de 2011.

Pero un nuevo nombre también puede ser consecuencia de procesos de agregación o integración política cuando se producen confluencias políticas y/o electorales. En estos casos, la marca electoral deviene marca política.

No sabemos si la propuesta de Rubalcaba es una aproximación (un globo sonda para ver las posibles reacciones), una apuesta personal del líder (a caballo entre el deseo y la intuición), o bien una estrategia electoral de cara a las Elecciones Europeas de 2014, en un momento en el que las grandes formaciones políticas europeas —como el PPse plantean campañas, programas e incluso listas transnacionales. Sea como fuere, el PSOE refleja signos de agotamiento político y electoral y, también, de fatiga de marca, con síntomas de cansancio gráfico y algunas limitaciones funcionales del abanico de soluciones gráficas que propone su manual de identidad corporativa.

Hace años, el Partido Popular inició su proceso de modernización y reconexión con la ciudadanía con una profunda revolución gráfica y estética. Hoy, representar la modernidad es un combate político decisivo para quien quiera ocupar el espacio central de la política. Si esto es particularmente importante para cualquier partido que aspire a gobernar, resulta estratégico para una partido que se autoproclama «progresista». Ser progresista y parecer (o ser) antiguo es incompatible.

Quizá por todo ello, dice el PSOE que ha puesto en marcha «el mayor proceso de participación que jamás haya hecho un partido político en España». Movilización que ha iniciado a principios de febrero, tras despejar y clarificar su calendario programático y el de elección de candidato a la presidencia del Gobierno. La campaña de comunicación de esta iniciativa cuenta con recursos web y en redes sociales, así como con un sencillo vídeo («Aunque te cueste creerlo… Se trata de TI») y una infografía que sitúa todo el proceso y su programación. «Ganarse el futuro» es el eje de esta estrategia.

Ante una sociedad desengañada con la política, pero especialmente con los partidos políticos, y con unas organizaciones partitocráticas que pierden militantes a espuertas, la imagen de cada partido —y su marca— es especialmente importante. Ese branding en partidos, como indica Ricardo Amado, y bajo una aproximación de largo plazo, «debe ser pensado como una trilogía entre ideología, simbología y emocionalidad. Consecuentemente, un partido debe ser percibido como una organización con un proyecto definido de país y una visión doctrinaria de cómo alcanzar ese ideal (Ideología), con una narrativa asociada a elementos únicos y diferenciadores (Simbología), y con una capacidad de interactuar y comunicarse orientada a movilizar a la ciudadanía (Emocionalidad)».

Una marca es un símbolo. El cambio de símbolo en un partido significa algo más que cambiar los logos de los carteles. Es una oferta estética y cultural capaz de responder a diversos desafíos: de comunicación (off y online), de escenificación, de visualización e identificación. Y, sobre todo, de sentimiento de pertenencia diseñando, además de una arquitectura gráfica e icónica, un mundo de valores, sentimientos y emociones acorde con la contemporaneidad de la oferta política y su vocación de servicio público.

Un cambio de nombre, puede ser una operación superficial e instrumental de restyling corporativo, o bien una oportunidad para un renacimiento (refundación) completo: cambiando ideas, estructuras y líderes (cuando toque). El PSOE no está para inventos, pero debe reinventarse y «ganarse el futuro». Aunque no lo conseguirá si los procesos que empieza, sean de participación o de branding, son retoques de «chapa y pintura» y no afectan al motor. Veremos. De momento, la propuesta de cambio de nombre no ha pasado de ser una idea para reflexionar. Lástima. Quizá una oportunidad perdida por demorada: «Deberíamos empezar a pensar en llamarnos Partido de los Socialistas Europeos-PSOE», dijo Rubalcaba (si bien este cambio no sería inmediato, ya que tendría que ser aprobado por un congreso federal del partido, y no hay ninguno en cartera hasta 2016). Demasiado tiempo para abordar un problema de forma y muy poco para resolver los problemas de fondo.

Publicado en: El País (19.02.2013)(blog Micropolítica)
Fotografía: Nick Fewings para Unsplash

Enlaces de interés:
– «Modernizando la imagen de los partidos y líderes políticos. El caso de David Cameron y el partido conservador británico» (Michael Dolley), en el post de Arellano Comunicación (6.06.2011)

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