Cuando uno cree que tiene la razón, quiere que los demás se la den. Se enoja, si no sucede, y acaba despreciando o atacando las reservas de las voces críticas. Se vuelve intolerante, malhumorado. Y acaba siendo necio y engreído. Por eso, la única actitud realmente democrática es poner sordina a las propias convicciones. Sea en forma de duda o cautela. En definitiva, evitar el resbaladizo tobogán de la autocomplacencia.
«La autocomplacencia es la manifestación más clara de la falta de carácter y de la incapacidad para enfrentar los desafíos», en palabras del filósofo griego Epicteto. El Diccionario de la lengua española define certero la variante onanista: «Satisfacción por los propios actos o por la propia condición o manera de ser».
En política, la autocomplacencia puede convertirse en un peligroso enemigo de la verdadera democracia. La tendencia a creer que se está haciendo lo correcto (sin importar, ni evaluar, los resultados reales de las acciones que se toman) deja de lado la reflexión constructiva que permite rectificar, mejorar y avanzar. Esta falta de visión puede generar una desconexión con la realidad. Los políticos y políticas que caen en dicha trampa desconectan de su verdadera responsabilidad: la política es servicio público y, por consiguiente, debe estar por naturaleza sometida al escrutinio, la evaluación, la crítica y la posible sanción o rectificación.
La autocomplacencia en política afecta a todos los colores del arco parlamentario y, en la era de las redes sociales y la información instantánea, asistimos como espectadores a la extensión de este fenómeno por todo el mundo. Y en todos los niveles de gobierno: desde lo micro a lo macro. Mantenernos alerta, exigir humildad y capacidad de escucha para poder aprender de los errores y mejorar constantemente es clave para combatir consecuencias nefastas y poder progresar. Solo así se puede construir una política verdaderamente responsable y al servicio de la ciudadanía.
«La autocomplacencia es la suprema forma de ignorancia» decía Platón. El electorado tiene —casi siempre— una profunda intuición para descubrir las máscaras de la impostura, la arrogancia estúpida, la altanería pedante. Esa intuición popular desnuda la autocomplacencia de los vendedores de maquillaje intelectual y político.
Publicado en: La Vanguardia (23.03.2023)
He pedido la colaboración de Carla Lucena para realizar la ilustración de este artículo.
Si la gente, y especialmente los políticos, leyesen tu artículo y el de Daniel Innerarity de hoy en El País «La cordialidad política», el mundo sería mejor.