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El nuevo populismo grafológico

El 2 de julio de 1964, el presidente Lyndon Johnson utilizó 72 plumas estilográficas para firmar la Ley de Derechos Civiles. El documento marcó la historia, doblemente. Por un lado, puso la piedra fundacional para avanzar hacia la igualdad racial en Estados Unidos. Y, por otro, desde un punto de vista más anecdótico y simbólico, se convirtió en la legislación rubricada con un mayor número de estilográficas.
En Washington existe una tradición desde hace décadas. El presidente firma las legislaciones con más de una pluma para poder regalarlas posteriormente a los personajes más implicados con el proceso de aprobación. La firma final se muestra, así, como un proceso de consulta ciudadana y representación política.

En 1964, por ejemplo, figuras tan relevantes como Martin Luther King y Rosa Parks obtuvieron la suya, una forma de reconocer el esfuerzo de otros y de mostrar que la democracia se construye en conjunto. En diálogo. Y una manera de devolver al pueblo su protagonismo soberano. Esta imagen contrasta de manera rotunda con la que vimos el 20 de enero. En el día de su juramento, Donald Trump firmó 42 órdenes ejecutivas, memorandos y proclamaciones. Y lo hizo por partes. En una oficina del Congreso, en un estadio frente a sus seguidores y en el Despacho Oval. Para cada acción firmada, había un grueso marcador que, al finalizar, el presidente repartía entre los asistentes.

Nada de plumas estilográficas que obligan a escribir con pulcritud y mimo, y que muchas veces veneramos en los museos o libros de historia. Usó, por el contrario, gruesos marcadores que representan bien este nuevo populismo grafológico. En el estadio los lanzó a sus seguidores como un tenista que lanza algunas pelotas tras ganar un gran torneo. Una banalización total de la liturgia democrática: un ejercicio vanidoso de poder. Una ruptura estética y escénica. Un cambio de época.

Trump no regalaba los marcadores para reconocer el trabajo en pro de la aprobación de la medida. Eran todas decisiones unilaterales tomadas por el ejecutivo sin consultar a ningún otro poder. Repartir los rotuladores era sólo una nueva muestra de su personalidad y de una determinada concepción de la política representativa. Como quien tira migajas de su plato al suelo.

En la Ley de Derechos Civiles, la rúbrica de Johnson está plasmada en la esquina inferior izquierda. Es visible, pero su trazo fino no roba todo el protagonismo al texto. Además, comparte espacio con las firmas de quienes eran, para la época, los máximos representantes del Senado y de la Cámara de Representantes. En las acciones ejecutivas de Trump, el trazo es más grueso y, al usar un rotulador, roba toda la atención. La firma es mucho más grande y llamativa que el texto que aprueba, además de que está en el medio y es la única. No hay duda de quién ordena y manda.

Distintos estudios defienden que a través de la grafología se puede predecir la personalidad de las personas. Este año se cumplen 450 años del libro «Examen de ingenios para las ciencias», escrito por el médico y filósofo español Juan Huarte de San Juan y que es reconocido como uno de los primeros en los que se analizó la escritura a mano. «Así como hay una relación entre carácter y acto, así también la hay entre carácter y escritura, ya que esta se puede considerar formada por pequeños e innumerables actos.» escribió Jules Crepieux-Jamin.

Veintiséis de los cuarenta y dos documentos firmados por el republicano el 20 de enero fueron órdenes ejecutivas. Ningún otro presidente ha firmado tantas durante su primer día. El récord anterior es de Joe Biden, quien había firmado 17. En su primer periodo, el republicano terminó rubricando un total de 220 órdenes ejecutivas, el mayor número para un solo mandato desde Jimmy Carter a finales de los 70. Pero ahora Trump está incluso más apurado. En su segundo y tercer día siguió aprobando órdenes, llegando a treinta y dos. Quiere que sus decisiones entren en vigor rápidamente y eso significa evitar al máximo los largos procesos de discusión en el Congreso. Así, sólo en sus primeros tres días llegó casi al 15% del número total de decretos de sus primeros cuatro años. ¿Qué sigue?

Con los primeros decretos, Trump buscó acabar con el derecho de ciudadanía para todos los nacidos en EE.UU., eliminó varias regulaciones de Biden, como las que controlaban el desarrollo de la Inteligencia Artificial, militarizó la frontera, sacó a su país de la Organización Mundial de la Salud y del Tratado de París, liberó a los asaltantes del Capitolio, despidió y puso a prueba a trabajadores federales y desclasificó los documentos sobre los asesinatos de John F. Kennedy, Robert F. Kennedy y Martin Luther King (ese rotulador pidió enviárselo a Robert F. Kennedy Jr., que aspira ser su secretario de Salud)… Todo con su firma. Todo por su decisión.

El historiador y economista Douglass North señalaba que las instituciones sólidas se rigen por reglas formales, como las leyes y normativas, e informales, como las costumbres y las tradiciones. En su primer día, Trump adaptó a su medida una tradición y una legalidad histórica: la firma culminaba un proceso de cultura democrática e institucionalidad. Sin firma, el decreto no es legal. Pero con esa firma —excesiva, vanidosa y exagerada—, el decreto parece que inicia otro proceso inexplorado: el culto extremo a la personalidad. «La escritura es la geometría del alma que se expresa físicamente», escribió Platón. Si es así… la firma casi no cabe ni en el papel que rubrica.

Publicado en: Clarín (27.01.25)
Imagen creada con IA (Krea.ai)

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