Publicado en: Diario Público (15.04.08) (versión pdf)
«La igualdad entre géneros llegará cuando las mujeres puedan cometer los mismos errores que los hombres y no se las insulte por ello».
Amelia Valcárcel, filósofa
La primera vez es importante en la política, como en la vida. Se recuerda imborrable y cambia o marca, casi siempre, la historia sea personal o colectiva. La primera Ley de Igualdad, el primer Ministerio de Igualdad, la primera vez que hay más mujeres que hombres en el Gobierno y la primera ministra de Defensa, configuran -por ejemplo- una carta de presentación atractiva y muy mediática. La primera vez indica la dimensión de los cambios, su carácter fundacional, el punto de partida. Pero la transformación, es decir, la auténtica política, necesita segundas y terceras veces. La continuidad, la perseverancia, la determinación para ampliar las primeras veces y convertir la senda angosta en caminos transitables es un ejercicio que conjuga mal con la autocomplacencia, que siempre tienta.
El orgullo -legítimo- de iniciar un camino que nadie intentó antes, la coherencia íntima de hacer lo que se cree justo e inaplazable, la voluntad política de cumplir los compromisos con hechos y conciliar lo que se piensa con lo que se dice, y lo que se dice con lo que se hace, puede provocar cierta relajación, por exceso de satisfacción ética o estética. Necesitamos hitos, sí; pero, sobre todo, necesitamos hechos constantes para superar tanta discriminación.
El combate contra el machismo y, todavía más, contra la misoginia en la política es tan exigente como el que debemos afrontar en la sociedad, en la vida familiar y en las empresas. Y tiene unas características específicas que hacen de este combate un reflejo, inequívoco, de la capacidad que tendrá la política, en su conjunto, para reconciliarse con la sociedad y recuperar parte de la valoración perdida que nuestros ciudadanos tienen -sobre todo- en los partidos políticos y en la política representativa.
La primera consideración es que la política democrática y, en particular, las opciones progresistas, deben feminizar sus estructuras, sus propuestas y sus estéticas. A la pregunta sobre si garantizar la mitad del poder, como respuesta a la representación paritaria de la sociedad, es condición necesaria para otra política, hay que responder afirmativamente, sin dudarlo. Pero la condición necesaria puede no ser suficiente si la paridad y la progresiva normalización de la incorporación de las mujeres en todos los órganos de decisión y en todos los sectores, sean los cuarteles o los consejos de administración, no van acompañadas de una permanente feminización de la política y de la manera de practicarla.
A las mujeres políticas, como a todas las demás, se las juzga doble cuando ejercen tareas directivas y se les paga la mitad en las otras, o no se les pagan, o se les añaden esfuerzos, en las cotidianas.
La hostilidad y, en algunos casos, la falta de respeto y el mal gusto («El batallón de modistillas de ZP», Antonio Burgos, 14-04-08) con los que algunos medios se han hecho eco del pestilente olor de prejuicios y opiniones de corte machista y misógino hacia el nuevo gobierno o hacia las nuevas portavoces parlamentarias, son un dato muy preocupante. Y un indicador clarísimo de las dificultades a la que hay que hacer frente.
El machismo tiene muchas caras: la soez, la humillante, la sexista, la agresiva, la violenta. Todas execrables. Pero también tiene la cara taimada, la socialmente aceptada y casi imperceptible, que contamina el discurso y las actitudes disfrazando el prejuicio de falsa cortesía, de disimulada desconfianza o de profundo recelo. Cuando no de celos y envidia, directamente, sin pasos intermedios.
Los sintomáticos conatos de condescendencia («la recibiremos con el mismo respeto y más delicadeza si cabe») que se conocen de las primeras reacciones de la cúpula militar, no serán un problema para el ejercicio de la autoridad para la nueva ministra. Esa no es la cuestión. La jerarquía forma parte del ADN de la cultura castrense. Pero no se trata del poder, sino del poder diferenciado. De ejercerlo igual que ellos sin tener que ser como ellos, ni parecerlo, ni disculparse por ser diferente. Por ejemplo, la sonrisa espontánea de Carmen Chacón no será un inconveniente para su autoridad, pero sí es una oportunidad para que ésta se note de manera diferenciada. Si renuncia a ella para intentar ganar respetabilidad, quizás se equivoque y no consiga el efecto deseado. Para entendernos, mandar firmes -con autoridad y a la vez con una sonrisa, si quiere-, es el reto.
Vivimos un momento extraordinario. Actualmente, hay 14 mujeres en la presidencia de sus estados o en la jefatura de sus gobiernos, aunque la paridad en los parlamentos y en los ejecutivos está lejos, todavía. Otras, como Hillary Clinton, están en pleno proceso electoral y pueden ampliar esta lista. Todas han tenido que hacer política en contextos sociales dominados fuertemente por clichés y estereotipos machistas, sexistas y discriminatorios. Todas han pagado un precio muy alto, con renuncias importantes y sacrificios adicionales. Pero allí donde gobiernan la acción política es -mayoritariamente- diferente, más justa, más igualitaria. Más democrática, en definitiva.
En 2007, la Unión Interparlamentaria, organización que agrupa a los parlamentos del mundo y que tiene estatus de observador permanente en Naciones Unidas, publicó un estudio que demuestra que las políticas públicas de orientación social cambian (y mucho) cuando las mujeres gobiernan.
Las mujeres que hacen política pueden, y ejemplos no nos faltan, comportarse con los roles y estereotipos culturales del machismo político. Pero también pueden, y mayoritariamente, incorporar otras escalas de valores en las relaciones (personales, sociales, institucionales, políticas), con otras sensibilidades y renovados matices. Y, sobre todo, con otra agenda y prioridades. Políticas para otra política.
Documentos de interés:
Equilibrando la composición de género en los Gabinetes nacionales
Fuente: (Women’s Environment & Development organization, WEDO)